Este fin de semana pasado fueron las elecciones en Cataluña. Transcurrieron en circunstancias un tanto extrañas y no se sabe bien si fue por culpa del COVID-19 o de que las opciones no resultaban suficientemente atractivas, pero la clara vencedora de las mismas fue la abstención con más del 46%.

Somos muchos los que hemos crecido con ese mantra de que si no vas a votar luego no puedes quejarte y a mí personalmente esto no me convence en absoluto sino más bien todo lo contrario. Creo que precisamente es cuando votas cuando no puedes quejarte ya que has decidido que otros se quejen por ti. Sostengo esto basándome en el hecho de que votar no es otra cosa que elegir a tus representantes y que precisamente porque te representan, son ellos los que se quejan, debaten, aprueban leyes o presupuestos en tu lugar.

Con esto no quiero decir que los que se han abstenido ahora en Cataluña sea porque no quieran ser representados por alguna de las opciones que allí se han presentado. Más bien considero que han sido el hartazgo, la impotencia, el saberse nunca escuchado, esa sensación de ser utilizado para oscuros propósitos y la mentira, esa mentira descarada, descarnada, insolente, burlona y maquiavélica que se ha instalado entre nosotros, sobre todo esa es, la que tiene la culpa de todo.

Terrible panorama pues no podemos dejar de ver que la democracia es el menos malo de los sistemas de gobierno que podemos darnos los pueblos y ante este hecho la disyuntiva que se nos presenta es corajuda: quedarnos con nuestro trocito de representación y capacidad de queja, ese “a mí no me mires que yo no les he votado” o tratar de que las cosas cambien legitimando a esos en los que no creemos ni confiamos. Estamos ante la pescadilla que se muerde la cola, ante un nudo gordiano que sólo podemos deshacer cortando de raíz. Como se dice ahora, hay que cambiar el paradigma.

Llevamos meses escuchando hablar de la polarización de la política a los polarizadores de la misma. El Gobierno contra la oposición, los fachas contra los social-comunistas y nada se consigue más que odio y desencuentro entre españoles. Pues ha llegado la hora de cambiar el odio por amor y si no es amor, al menos respeto. Sí, lo sé… suena como muy naif pero no le veo otra solución.

¿Hay odio? Si. ¿Hay crispación? También.  Si no cambiamos nada, ¿seguirá todo igual? Por supuesto. Pues no queda otra, amigos, que cambiar odio por respeto, crispación por diálogo y romper de ese modo la peligrosa espiral en la que se está convirtiendo la política. Ya fuimos capaces de hacerlo. Juntos se sentaron Carrillo, Fraga, Suárez y Tarradellas. Ahora les toca el turno a Irene, Pedro, Pablo e Inés.

Nuestra tarea es exigir a nuestros representantes que se comporten como queremos, con responsabilidad, elegancia y altura de miras. Para esto han de oírnos y para oírnos no sirve quedarse en casa, no ya el día de las elecciones, sino los días, meses y años previos. Tenemos que querer cambiar nuestra realidad que no es otra cosa que querernos a nosotros bien y ser políticos.

Hemos de implicarnos en política, porque cuando esta se llene de gente buena, de calidad, respetuosa y dialogante, habremos roto el nudo. Habremos ganado.

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