Los hombres religiosos

Lo más maravilloso de la vida permanece oculto como acontecimiento detrás de cada fenómeno…incluso en nuestra profundidad más inmediata… Un misterio ineludible que arde a través del trasiego de los siglos: ¿Por qué hay, pudiendo no haber? ¿Por qué eres, pudiendo no haber sido? Es algo que arrebata todo posicionamiento lógico, toda verdad históricamente determinada y que, aunque nos empeñemos en velarlo con altivas suposiciones que antes o después van decayendo, los guardianes de las cuestiones esenciales que nos atañen fundamentalmente como seres humanos, continúan custodiando generación tras generación. Ellos son los hombres religiosos. 

En una época chabacana como la nuestra, desgarrada por el ruido mediático, la inercia y el santificado derecho a lo mediocre, no es extraño que sea común atacar aquello que no se ha comprendido, que no se ha experimentado o que ni siquiera se ha meditado con osadía. En un impulso de delirio sin precedentes, el humano, agenciándose nada más y nada menos que la altura de los tiempos se ha atrevido a acallar toda experiencia del mundo ajena a sus parámetros de verdad y realidad, sin detenerse a escuchar si estas vivencias tocan aspectos cruciales sobre nuestro ser que nada tienen que ver con la ilusión efímera del progreso. 

Así, nuestro declive de época comienza en el momento que la profundidad es ignorada, ridiculizada, atacada… El personalismo cristiano es un trato humano con el misterio del ser que abre la vida a una de las mayores hazañas filosóficas habidas en la historia, y que se filtra en la vivencia individual dotándola de singularidad y dignidad, algo que no existía en los pueblos paganos. Este giro antropológico lo emprenden los sucesores inmediatos de Cristo, difundiendo su mensaje y obras, al entender como primordial la experiencia más básica: que el mundo afecte. 

Que el mundo afecte se expresa vivencialmente como un afecto muy particular, el amor, que sella el trato paternofilial con la verdad (Dios como misterio) y su criatura (el hombre como encarnación de ese misterio); lo que viene a indicar que cada vida es única e irrepetible como perspectiva irremplazable que forja esa alianza, de modo que, contra la noción de vida en términos de hecho objetivo sumido en la mera inercia, esta alianza vendría a indicar que cada segundo de vida es literalmente un milagro, una donación de la que hay cuidar agradecido. Y es el pensamiento un modo de agradecimiento también.

Ocurrió en el seno de la tradición secularizada que la vida dejó de tomarse en tales términos y en vez de atender al acontecimiento que expresa, se tomó como un mero hecho, como un fenómeno más entre otros, como la piedra o la lluvia, comenzando así un proceso de reificación o cosificación de la propia humanidad del que han participado las corrientes humanistas, liberales, capitalistas, marxistas, positivistas y científicas. Con ello, se nos ha sustraído de nuestra más elemental condición de seres naufragados en la tormenta del misterio, conformándonos de acuerdo con la instauración de verdades que nada dicen sobre nuestra profundidad, pero que contentan, especialmente a las masas, hacia la suficiencia existencial, tapando superficialmente todos sus vacíos con cosas, rutinas, politiqueo y juegos de revoluciones. 

Las verdades históricas lo son en base a las exigencias históricamente determinadas acerca de qué es la verdad, qué es realidad, qué criterios establecen los criterios de verdad y qué instituciones serán las encargadas de publicar las verdades oficiales en tanto que producen y gestionan realidad de época. Por bondad misma de la realidad, cambiante y más grandiosa que toda aspiración humana, estas verdades se van desmontando para dejar paso a otras. La historia de la ciencia misma muestra esta permanente derrota de un ser humano que se ha olvidado de sí mismo y su límite ontológico, y en su demencial sueño del progreso del tiempo y los estadios evolutivos del saber, ha asumido la amarga experiencia de Prometeo, queriendo arrebatar el fuego de los dioses para acabar encadenado a sus propias desdichas. Es el punto de partida lo que no quieren poner en tela de juicio, pues ellos piensan que sencillamente faltan medios para saberlo todo; pero sencillamente es que la realidad da…siempre da…más de sí. 

Los productores y gestores de las verdades históricas son los hombres amoldados a su siglo, esto es, los seglares. Por el contrario, los hombres religiosos atienden otros asuntos. Ellos no se hallan orientados hacia estas resoluciones propias de épocas porque su vocación no es la de la altura del tiempo sino la de la profundidad del mismo. Esto es, la eternidad. Sólo es eterno el misterio primigenio del cual se dice Dios, respecto al cual el cristianismo anima a forjar un trato de cuidado personal caracterizado por el afecto del amor que atraviesa todo con un halo como marca divina y paterna, apto para ser comprendido a la luz del alma, lo que hace a cada ente ser sin más, con todo su misterio vivo. Este misterio vivo configura el sentido de lo sagrado. Incluso etimológicamente el sacerdote es quien vela por lo sagrado para obrar así el milagro de ser que custodia. La labor del sacerdote requiere cuidado y veneración hacia y desde el misterio que todo lo llena. El hombre religioso no irrumpe en la presencia del ente, no exige al mundo adecuarse a criterios de validez, sino que deja hablar a las cosas no urgidas de respuesta definitiva, y lo hace porque sabe que, mediante ellas, habla Dios. 

El científico y el seglar orientan su acción hacia la resolución del mundo, estableciendo campos de dominio. El hombre religioso sólo toma dominio sobre una cosa: sobre sí mismo. El hombre religioso conoce lo efímero de la vida según los parámetros del tiempo corriente, sabe que su existencia expresa un mandato que misteriosamente incita a una dedicación vocacional que toma en serio su ser sin dejarse llevar por la corriente superflua de su época; que su vida es un don sobre el que ha de hacerse cargo, y conocedor de lo que significa ser dueño de su sí, emprende la contienda más gloriosa para un hombre que ha encarado su sino, al principio no sin incertidumbre, especialmente para quien recibe tal llamada vocacional en medio de esta era de plástico y nada. Y venciendo la inercia a la que esta época le apremia, toma todo su ser: No su aquí o su ahora, sino todo su ser entero y lo entrega a una causa que lo trasciende, sin más fuerza que la del amor que expresa ser vida viva por Dios. 

Queridos lectores, la vida es un misterioso milagro porque el ser jamás se dice en el ente. Los esfuerzos humanos por desentrañar el mundo hacia la claridad de supuestas verdades definitivas fueron, son y serán en vano. El hombre religioso dignifica la presencia humana sobre la tierra al venerar meditabunda y emocionalmente la sagrada profundidad del ser como mundo. El científico dominará la tierra, pero su conquista volverá a ser una derrota si pretende habernos dicho definitivamente quiénes somos en sus verdades resueltas. Éstas acabarán disolviéndose en el tiempo, otra vez, pero cada uno de nosotros, humanos, seguiremos expresando vocacionalmente la llamada del mundo por ser.

El seglar clarificará la tierra, te dará su luz hablando de tu vida como un hecho objetivo, pero si uno se conforma con eso, pierde el dominio sobre sí y pierde toda posibilidad de ser. Por eso, no se dejen conformar a la luz de las verdades de cada época arrogante y permanezcan siempre en el cuidado vocacional (inconmensurable en términos científicos) de quien venera el misterioso milagro de que el corazón lata un segundo más… Y otro, y otro… ¿No oyes? Es Dios… llamándote. 

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