Autores, autoras y autoros

Reconozco de inicio que el título de este artículo es un completo clickbait. Vaya por delante que no voy a hablar del llamado lenguaje inclusivo ni de sus retorcidos e inescrutables caminos, pero me viene bien para causar expectación ante el tema de actualidad que quiero tocar, que no es otro que el de los seudónimos. 

Esta semana pasada, uno de los temas de conversación más polémicos en el patio de vecinos que son las redes sociales ha sido el premio Planeta otorgado a Carmen Mola, seudónimo tras el que hasta el momento se encontraban Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero. No sabemos a qué tanta sorpresa, en los mentideros literarios se daba por hecho desde hace tiempo que la misteriosa Carmen Mola no era más que un seudónimo que escondía la identidad secreta de alguien que quería mantenerse lejos de los focos.

Lo interesante ha sido que cuando los opinólogos de barra de bar han descubierto que no eran uno sino varios, estos hayan resultado ser tres guionistas de televisión que no se ocultaban por timidez sino por simple estrategia editorial. Como buenos conocedores del show business, Díaz, Martínez y Mercero, a pesar de haber hecho ya sus pinitos literarios por separado, los tres protagonistas de esta semana pasada siempre fueron conscientes de que jamás llegarían a la cumbre publicando bajo una combinación de sus apellidos que pareciera sacada del nombre de bufete de abogados. Por eso, crearon a Carmen Mola y se inventaron una pintoresca biografía, y es que es triste reconocerlo, pero la literatura no deja de ser una industria más, donde siempre acaba predominando la estrategia comercial sobre la calidad del producto. Quiero dejar claro con esta afirmación que no pongo en duda la calidad literaria del libro premiado, que prometo leer en cuanto tenga oportunidad, sólo digo que al igual que en el mundo del espectáculo, en el campo de las artes y las letras también ha primado desde siempre un nombre, una cara o un personaje frente al talento en estado puro, que se lo digan a escritoras como Ana Rosa Quintana o Belén Esteban. 

Desde el comienzo de los tiempos, han sido muchos los autores (y las autoras) que se vieron obligados por unas razones u otras a ocultarse tras un seudónimo o una identidad real que les permitiera hacer llegar su obra al público, desde Cyrano de Bergerac, que se prestó a hacer pasar sus versos para enamorar a la bella Roxane como obra de Christian de Neuvilette, hasta Cecilia Böhl de Faber o Mary Shelley escondiéndose tras los nombres de Fernán Caballero o Percy Shelley para evitar el veto femenino de la rancia sociedad decimonónica.

Ha sido un caso habitual, incluso en la historia reciente, el de las autoras obligadas a hacer pasar su trabajo como obra de supuestos autores masculinos. Incluso en el arte existen ejemplos de cómo las mujeres se vieron relegadas a permanecer en la penumbra para que sus obras vieran la luz. En algunos casos de forma tan escandalosa como el de Elsa von Freytag, que intentó presentar a un concurso una obra transgresora de forma anónima consistente en un urinario de pared y para ello pidió ayuda a su entonces amante, Marcel Duchamp, que finalmente no dudó en hacer pasar la idea como suya, convirtiéndose así en padre del Dadaísmo y supuesto autor de La Fuente, una de las obras más controvertidas del arte del siglo XX. Los casos de grandes talentos femeninos eclipsados por sinvergüenzas no se quedan ahí, también tenemos el caso de Walter y Margaret Keane, conocido para el gran público cuando fue llevado a la pantalla por Tim Burton en la genial película Big Eyes e interpretados respectivamente por Christoph Waltz y Amy Adams.

Walter Keane se hizo pasar durante décadas por el verdadero autor de los característicos retratos de niños de ojos grandes que le dieron fama internacional. Realmente quien estaba detrás de ellos era su esposa Margaret, a la que Walter obligaba a pintar retratos de forma continuada que acababa utilizando en su exclusivo beneficio personal. La razón por la que Elsa von Freytag y Margaret Keane recurrieron a sus parejas para presentar sus obras es la misma. Ambas vivieron una época en la que ser artista y mujer aún no era bien aceptado socialmente. Eso, junto a una pizca de falta de autoconfianza y el haber dado con un par de caraduras dispuestos a aprovecharse de su talento, las obligaron a ocultarse para el gran público durante décadas. 

Actualmente, los tiempos han cambiado, pero no para mejor. La corrección política y la discriminación positiva hacen que esté aún lejos el momento en el que los autores puedan permitirse publicar sus obras sin ocultar su identidad. Las cosas van a mejor para las autoras, pero son muchos los autores masculinos que ahora deben optar por ocultarse tras una identidad femenina para poder triunfar en sus carreras. A principios de los 80, en la película Tootsie, de Sidney Pollack, ya se nos adelantaba en forma de ficción cómica lo que estaba por venir.

En ella vemos como Michael Dorsey, interpretado por Dustin Hoffman, es un actor venido a menos que no encuentra trabajo y debe hacerse pasar por actriz para conseguir un papel en una serie de televisión con el que conseguirá un éxito instantáneo que antes ni siquiera se habría atrevido a soñar. Tootsie nos puede parecer una exageración surgida de la imaginación calenturienta de un equipo de guionistas muy parecido a Díaz, Martínez y Mercero, pero recientemente hemos tenido un caso similar en España en la figura de Sergi Puertas. ¿Han oído hablar de Sergi Puertas? Muy probablemente no, pues casi no le conocen ni en su casa a la hora de comer.

Les pongo en antecedentes. Puertas es un escritor catalán, autor de varias novelas y selecciones de cuentos cortos, que ha conseguido ir publicando de manera inadvertida en pequeñas editoriales a base de que le dieran con la puerta en las narices en demasiadas ocasiones. Fracasado y cincuentón, como él mismo se define, y viendo que su último tren hacia el éxito podría estar a punto de pasar, un buen día tuvo la feliz idea de mandar bajo seudónimo su último manuscrito a una editorial. Para ello se inventó un alter ego femenino con el que volver a presentarse ante el mundo editorial con Estabulario, su última selección de cuentos. Así creó a Lidia, una «chavalilla», como él mismo la define, de veinticinco años de Barcelona que aspira a ser escritora y quiere publicar un volumen de cuentos cortos.

De forma casi inmediata, Puertas recibió varias ofertas para publicar Estabulario. Editores que en el pasado ni se habían dignado siquiera a contestar a sus emails ahora estaban dispuestos a matarse entre ellos por conseguir los derechos de publicación. Les encantaba la obra de Lidia, o más exactamente, todo lo que Lidia representaba como nueva promesa femenina de las letras actuales. Puertas, ocultándose tras una miríada de correos electrónicos, trató de sostener su falsa identidad durante todo el tiempo que pudo, hasta que finalmente tuvo que confesar al editor con el que había firmado un precontrato de publicación quién era realmente Lidia. A diferencia de lo que Puertas se había temido, su contrariado editor decidió seguir adelante con la publicación de Estabulario, que ahora goza de un discreto éxito editorial pese a que lo firma un fracasado y cincuentón. 

La historia de Sergi Puertas es también digna de una película de Sidney Pollack o Tim Burton (con guión de Díaz, Martínez y Mercero), pero mi historia favorita de seudónimos es otra que merece convertirse por sí sola en fenómeno literario y su consecuente adaptación cinematográfica. Tiene como protagonistas a los escritores colombianos Héctor Abad Faciolince y Efraím Medina. Para ubicarnos, Abad Faciolince y Medina son la versión colombiana actual de Góngora y Quevedo. En el fondo, son buenos amigos, pero tienen ese tipo de amistad que los lleva a estar siempre compitiendo entre ellos para ver cuál de los dos demuestra un ingenio más afilado dejando en evidencia al otro.

Hace unos años, Efraím Medina tuvo la ocurrencia de usurpar las identidades de algunos jóvenes autores que comenzaban a despuntar en el panorama literario colombiano para publicar una serie de cartas en diversos periódicos del país donde se cuestionaba la calidad literaria de Abad Faciolince. Don Héctor, espantado por la campaña de desprestigio de la que era víctima, no tardó en descubrir que los firmantes de los artículos en su contra no sabían nada del asunto y que quien estaba detrás de todos ellos era su querido Efraím Medina. Abad Faciolince digirió su cólera fría y tramó un maquiavélico plan de venganza. Para ello creó a Madame Mexía, una joven escritora (otra chavalilla) canadiense de origen colombiano que comenzó a hacer llegar cartas de admiración a Medina. En ellas le confesaba que estaba enamorada de su obra y su persona. Medina no tardó en caer en una tórrida relación epistolar con Madame Mexía que estuvo a punto de írsele de las manos a Abad Faciolince. Una vez que estuvo a su merced, finalmente, don Héctor decidió darle la puntilla a su odiado amigo y le comunicó que Madame Mexía había quedado embarazada de otro hombre y que dejaría de escribirle. Efraím Medina, consternado por la noticia, rogó a Madame Mexía que le permitiera seguir escribiéndole, pero sólo recibió como respuesta una escueta nota de su querido amigo Héctor Abad Faciolince que decía: «Querido Efraím, Madame Mexía era yo».

  Y es que, al igual que en el ilusionismo, en la literatura y el arte nada tiene porque ser lo que parece. Por eso les digo que independientemente de lo que les haya parecido esta columna, quédense con la esencia del asunto y no tengan muy en cuenta quién la firma. Podría ser una chavalilla punkie de veinticinco años de Montreal, o no.

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