Jurado Popular

La semana pasada, el Tribunal Supremo dio carpetazo al caso del Pitufeo aludiendo, básicamente, a la falta de indicios que probaran que la legendaria alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, y parte de su equipo recibían distintas comisiones económicas de dudosa procedencia. Lo que no ha podido evitar tan alta instancia judicial son las carreras políticas y personales que han quedado en el camino. Todo aficionado al cine clásico recordará la famosa película Doce Hombres Sin Piedad en la que Henry Fonda trataba de convencer a los otros once miembros del jurado de la inocencia de un joven acusado de asesinato.

El Jurado al que hace referencia el título de estas líneas está compuesto por más miembros que el de la película dirigida por Sidney Lumet, tantos como ciudadanos deseen ser jueces o parte acusatoria, porque nadie quiere ser abogado de la defensa y los pocos que hay, o no son escuchados, o sus argumentos no son tenidos en cuenta. El principio más grave en el que se basan es la vulneración de uno de los dogmas del sistema judicial español: cualquier persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Al menos en España y, principalmente en el mundo de la política, basta con insinuar la presunta (término muy utilizado para evitar males mayores) comisión de un delito para que la maquinaria comience a funcionar y los políticos vayan cayendo como fichas de dominó, mucho antes, incluso, de que haya pruebas suficientes para poder enjuiciar la causa.

Ya afirmaba Platón en su libro La República que los gobernantes debían de ser los más sabios de los ciudadanos, además de exigírseles una moral y una ética superior a los demás. Dicho esto: ¿Ha de dimitir un cargo público antes de ser condenado? La izquierda lo tuvo muy claro convirtiéndolo en su caballo de batalla. Y no con la intención de descubrir la verdad, sino con el fin de ganar en los medios de comunicación afines, escraches y otras muestras de “liberalismo ideológico” el triunfo que no le llegaba mediante las urnas. Lo preocupante es que funcionó. Exprimieron hasta el infinito esa frase atribuida a un siniestro personaje según la cual una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad. Poco a poco, esos dirigentes juzgados y condenados por el “jurado popular” fueron dimitiendo o apartándose de la vida pública hasta que la espada de Damocles, empuñada con la mano zurda, asestó el golpe definitivo.

A pesar de todo, el tiempo pasa y la Justicia, junto con todos los que forman parte de ese Poder, es decir, los profesionales, hacen su trabajo y comienzan a publicarse sentencias absolutorias, juicios nulos, faltas de pruebas, etc. Es entonces cuando uno se pregunta ¿cómo se resarcen años de ensañamiento público? ¿Quién compensa las habladurías soportadas en el colegio por los hijos del directamente-condenado? Habrá que preguntárselo a Colau, Errejón, Maestre, Montero y compañía. Todos ellos y muchos más firmaron las bases de sus nuevos y progresistas partidos en las que gritaban a viva voz que cualquier miembro de sus filas dimitiría en caso de ser imputados. No les importa; donde dije digo, digo Diego. Ellos continúan con su particular moralidad sentados en su trono dorado marcando el ritmo, cada vez más lento, del país y dejando claro que la vara de medir no es igual para la derecha que para la izquierda.

Eso sí, la caza no cesa y ahora tienen en el punto de mira otros dos objetivos, principalmente, a los que tratan de someter al veredicto del “jurado popular”. El problema para ellos es que Ayuso y Almeida, Almeida y Ayuso, han conseguido sobradamente lo que a ellos se les niega, el favor del pueblo.

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