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Granada, luces, cámaras y… más política que cine

Los Goya 2025 se celebraron el pasado sábado en Granada, ciudad de la Alhambra, el flamenco y, al parecer, de los discursos grandilocuentes. Bajo el cielo andaluz, lo que debería haber sido una noche de celebración cinematográfica se convirtió, como ya es costumbre, en una pasarela de superioridad moral, egos desbordados y compromiso político de alfombra roja. Porque el cine español tiene su propio guion escrito: una industria que pide subvenciones con una mano, mientras con la otra señala quiénes son los malos de la película.

Lo de menos era el cine. Lo importante era el espectáculo, y la alfombra roja fue su primera gran escena. Lo de «roja» es un decir, porque el concepto de «rojo» en esta gala es más de Marx con lentejuelas que de un color en la moqueta. Desde vestidos que parecían una instalación de arte moderno mal curada hasta trajes que convertían a sus portadores en parodias de sí mismos, la moda se convirtió en un grito desesperado de atención. El cine es secundario; lo vital es el impacto visual. Si no acaban en la lista de los mejor o peor vestidos, no existen.

Pero, más allá del teatro del vestuario, llegó el segundo acto: los discursos. Lo que debería haber sido una noche de aplausos y agradecimientos a quienes hacen cine de verdad se transformó en una especie de mitin de Naciones Unidas improvisado. Cambio climático, feminismo, okupación, derechos laborales y hasta la crisis del sector del espárrago tuvieron su lugar en los agradecimientos. Había lágrimas. Muchas lágrimas. Pero no eran por el cine. Eran porque no hay gala de premios sin una buena dosis de drama político. Una se pregunta si, tras cada estatuilla, Greenpeace no debería salir a repartir folletos.

Y, claro, si hay algo que no puede faltar en los Goya es la bendición papal de Pedro Almodóvar, el sumo sacerdote del cine español. No asistió, claro, pero dejó su evangelio digital bien escrito. El mensaje, predecible: más subvenciones, menos ultraderecha y el cine como arma de transformación social. Porque el cine, al parecer, no es cine si no tiene una función política bien definida.

El invitado sorpresa fue Richard Gere, que apareció en Granada como si fuese la nueva Beverly Hills. Subió al escenario con su eterno carisma y ofreció un discurso contra el odio, el populismo y, por supuesto, Donald Trump. La sala estalló en aplausos porque, en los Goya, se aplaude cualquier cosa que suene lo suficientemente progresista, aunque venga de alguien que, paradójicamente, lleva décadas viviendo de un sistema que exige lo contrario.

Pero, entre tanto autobombo y predicación, ocurrió algo inesperado: ganó el cine. La gran sorpresa de la noche fue El Silencio del Olivo, una película modesta, dirigida por una joven cineasta valenciana sin padrinos ni discursos prefabricados. Un relato íntimo, visualmente impecable, que le recordó al jurado (por un instante) que el cine no necesita ser panfleto para ser conmovedor. Y esa fue la auténtica revolución de la noche: que, por una vez, se premió una película por su valor artístico y no por su agenda.

Y así, entre vestidos que desafían la física, discursos que desafían la paciencia y películas que todavía logran emocionar, los Goya nos dejaron, una vez más, esa extraña mezcla entre cariño y escepticismo. Porque el cine debería ser un lugar para soñar, para inspirar, para conmover. Más allá del ruido, más allá del espectáculo, más allá de la política, queda lo esencial: las historias que nos hacen sentir vivos. Y, mientras haya películas capaces de lograrlo, siempre habrá un motivo para celebrar.

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