Acabamos de pasar por el Día de Todos los Santos y Fieles Difuntos, por lo que me gustaría compartir una reflexión con vosotros. Cada año, cuando se acerca el 31 de octubre, España se convierte en una especie de parque temático del ridículo ajeno. Gente que no sabe situar Boston en el mapa, de repente se siente profundamente anglosajona, se pinta la cara de calavera y grita “¡trick or treat!” con acento de Cuenca. No tenemos ni calabazas, pero eso da igual: las importamos del supermercado junto con la dignidad.
Halloween es el ejemplo perfecto de cómo el español medio se disfraza, no solo una noche, sino todo el año: de moderno, de cosmopolita, de “ciudadano del mundo”. No celebramos nuestra cultura, la imitamos. Nos da vergüenza ser nosotros mismos, así que preferimos copiar las costumbres de los demás con el entusiasmo de un mono viendo una linterna. Eso sí, cuando llega el 1 de noviembre y toca visitar a los muertos de verdad, ya nos da más pereza. Lo de rezar por la abuela no tiene tantos likes.
Los bares se llenan de zombis que por la mañana son funcionarios, de brujas que suben stories desde el baño y de vampiros con el colmillo torcido de tanto chupar descuentos del Black Friday. En un país donde las fiestas tradicionales sobreviven a duras penas, Halloween se ha convertido en el nuevo patrón nacional: un desfile de disfraces baratos, calabazas de plástico y cerveza caliente. El miedo no está en los fantasmas, sino en ver a cuarentones disfrazados de Harley Quinn.
Y, por supuesto, las marcas, felices. Las grandes superficies venden “packs terroríficos” mientras te clavan el IVA que sí da miedo. Los colegios organizan concursos de disfraces “educativos”, como si pintarse de sangre falsa fuera un avance pedagógico. Y los políticos, que no pierden oportunidad de apuntarse a cualquier tontería popular, suben fotos con cara de susto, aunque lo verdaderamente espeluznante es verlos sin maquillaje.
El problema no es celebrar Halloween; el problema es hacerlo como todo aquí: sin medida, sin sentido y sin identidad. Porque, si de verdad queremos asustar a alguien, bastaría con enseñar nuestra factura de la luz, el precio del alquiler o el estado de la sanidad pública. Eso sí que da auténtico pavor. Pero claro, eso no cabe en un selfie con filtro de calabaza.
Así que ahí estaremos, otro año más, disfrazados de norteamericanos de pega, fingiendo que entendemos una tradición que no es nuestra y que, encima, hacemos mal. A este paso, en unos años también celebraremos el Día de Acción de Gracias con pavo y discursos lacrimógenos, mientras olvidamos por completo el porqué de nuestras propias fiestas. Y lo peor de todo: ni siquiera necesitamos disfraz. España entera ya parece un Halloween permanente, solo que los monstruos salen todos los días y cobran del presupuesto público.
Y, mientras tanto, los de siempre aprovecharán para colar la moralina de turno. Nos dirán que Halloween es “una oportunidad para compartir en familia” o “un momento para dejar volar la creatividad”. Traducción: una excusa más para consumir, para llenar Instagram de poses forzadas y para fingir felicidad bajo una capa de látex. Porque ya no vivimos las cosas, las representamos. Somos extras en la película de nuestra propia vida, esperando a que alguien nos ponga un “me gusta”.
Lo más irónico es que tanto disfraz y tanto maquillaje sirven justo para lo contrario de lo que parecen: no para ocultarnos, sino para mostrarnos tal cual somos. Superficiales, imitadores, adictos al ruido y al escaparate. Nos reímos de los fantasmas, pero vivimos rodeados de ellos: los de la ignorancia, la hipocresía y el borreguismo colectivo. Y esos, a diferencia de los del cine, no desaparecen con la luz del día.
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