En el trascurso de la Segunda Guerra Mundial, inmersos los soldados en unos avernos en los que era preferible morir a ser capturados, se hizo habitual entre los uniformados el consumo de cocaína, opio, y todo tipo de psicoactivos que al mismo ritmo en el que les mantenían despiertos, les anulaban por completo la voluntad de modo que ya sin resistencia a las más que perversas y dudosas órdenes proferidas  por sus superiores, se convertían en una máquina de matar que ni sentía, ni padecía, y aún menos pensaba. Sólo ejecutaban, al modo del más simple y básico mecanismo, las órdenes que recibían, entre las que, como corolario de lo inhumano, debían sacrificarse así mismo antes de ser capturados por el enemigo. De esta forma, los mandos se aseguraban de que éstos soldados, que en condiciones cognitivas normales jamás obedecerían ciertas aberraciones, se lanzasen a pecho descubierto huérfanos de cualquier aroma de cognición al unísono de que, en caso de ser atrapados, acabasen con la propia vida antes de que merced a ser secuestrados y torturados, delatasen planes superiores.

Aquellos opiáceos, capaces de aniquilar y descuartizar la psique de los hombres y transformarlos en el más obediente mecanismo autómata, supusieron en el curso de las guerras del Siglo XX, muy especialmente en la Segunda, un estímulo sin el cual muchos de aquellos soldados no hubieran soportado el infierno que vivían. De aquellas prácticas se clonaron innumerables adiestramientos en los que a los soldados se les entrenó, opio y cocaína mediante, hasta conseguir el simulacro final. El gran simulacro en el que unos pocos mandos fuesen capaces no solo de aniquilar la voluntad de grandes masas que despreciarían su propia vida, sino además de mantenerlos ojipláticos frente el cansancio. Así es como aquellos monstruos se cerciorarían de que la voluntad de todo un colectivo quedase aplacada. Una vez aniquilada la voluntad del grupo, aquel simulacro bajo los efectos de la droga les daría fe y buena nota de los óptimos resultados conseguidos con el experimento. Era hora de continuar con el siguiente ensayo.

Hoy, cientos de estudios y documentales se han hecho eco al respecto para darnos testimonio de lo más abyecto de ser humano, pensándonos y creyéndonos en nuestro malcriado presente privilegiados seres ajenos a semejantes barbaridades, cuando en realidad, televisión y miedo mediante, estamos consumiendo ingentes cantidades de moderno opio y narcótico que, bajo el nombre de los derechos humanos, la democracia y la libertad, nos están conduciendo a un estado generalizado de autismo, de anulación de la voluntad y discernimiento, y finalmente de incapacidad absoluta de reacción. No le hace falta siquiera al Estado-apisonadora someternos a tan inhumanas técnicas como las que se practicaban en la segunda guerra mundial. Basta con que millones de ciudadanos enciendan sus televisores y consuman el estiércol que en casi todas las programaciones excretan.

Y es así como una sociedad absolutamente narcotizada, que lo fue a fuego lento en nombre de la democracia, las libertades, los derechos humanos, y el buen rollito del sábado noche, acaba abrasada y calcinada en su propio confort, sin capacidad alguna de reacción a la vez que aplaude, con balcones o sin ellos, a quien le está inoculando a espuertas el letárgico en vena. De esta forma, el mayor experimento psicológico y sociológico de la historia moderna continúa. El estado-administración frunce el ceño y se pregunta, ¿Qué ocurrirá si damos una vuelta más a la tuerca? ¿Cómo reaccionarán? ¿O más bien seguirán sin reaccionar, acomodados en su letargo? Comprobémoslo, se dice el Estado así mismo. Vayamos a por el siguiente ensayo.

He aquí que, el estado-apisonadora, dando un paso más en el plan de hipnosis generalizada y en un nuevo alarde de poder, nos invita bajo Real Decreto (mecanismo constitucional para legislar en situaciones de extrema y urgente necesidad) a llevar un trapo en la cara hasta en aquellos lugares en los que la ciencia aplasta a la estupidez humana. Ellos lo saben, saben de la perversidad de tales medidas, pero necesitan cerciorarse una vez más de nuestro grado psicológico de auto-sometimiento.

El trasfondo del bozal no estriba en el uso del mismo (les es indiferente si enfermamos o no), sino en cómo éste, a modo de último eslabón de un tubo de ensayo sociológico, les da fe de cómo las masas previamente y a lo largo de un perfectamente diseñado entrenamiento psicológico y sociológico pergeñado durante decenios, ha construido seres inanes incapaces de cualquier forma de superación de sí mismos. Seres perfectamente esbozados para dócilmente obedecer. Más aún, para cual síndrome de Estocolmo, echarse como fieras contra quien siendo divergente, se muestre hostil al pensamiento masa.

Alguna voz díscola se oye en la penumbra sí, pero el rumor de fondo sigue siendo de aceptación de la inquisición. De aceptación del silencio bajo el bozal. El vulgo dice querer saber la verdad, pero cuando se le presenta ante sí, cuando al fin sin subterfugios la puede ver, entonces no sólo la teme, sino que además la desprecia. La desprecia profundamente. Tan profunda y hostilmente como a quien se atreva a intentar redimirle de su ignorancia. Es este el gran logro del simulacro al que hemos sido sometidos durante decenios: que una vez llegado el momento y sin necesidad de esos opiáceos  que los soldados en la guerra mundial consumían para aniquilar su propia voluntad, seamos el rebaño perfecto que ya sin capacidad alguna de ofrecer resistencia y con un ya extinto carácter, se instintivamente someta a la más escuálida y mínima orden.

Así de sencillo está resultando, no solo en la otrora gloriosa, temeraria y valiente España, someter bajo Real Decreto a millones de almas en todo el planeta. Pudiéramos pensar que un experimento de tamaña magnitud necesariamente requiriese de una infraestructura de fuerzas públicas de dimensiones bíblicas, pero lo cierto es que no les hace falta. Las masas, no sólo en España, comportándose como perfectas cobayas aun creyendo ser libres, se han auto-sometido muy amablemente al mayor experimento psicológico y sociológico de la historia reciente. Ni siquiera las mentes más inteligentes al unísono que perversas de la Segunda Guerra Mundial habrían soñado en su tiempo con experimentos de semejante envergadura, a la vez que sencillez, con tan magníficos resultados. Bienvenidos al simulacro. Ahora ya, realidad.

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Esteban Tena

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