Ábalos y Koldo: la pareja cómica que acabó en prisión… pero sin chiste. Si algún día se hace un museo de la caradura política, Ábalos y Koldo tendrán su propia sala, con luces de neón y audioguía en tono de “no puede ser verdad”. Lo suyo no es un escándalo: es un fraude con aplausos incluidos, un espectáculo de desvergüenza tan descomunal que haría sonrojar incluso al político más cínico.
Que ahora estén en prisión no sorprende; la verdadera sorpresa habría sido que acabaran en un convento meditando. Este dúo dinámico del desastre estaba condenado a estrellarse, con pulsera de “todo incluido” para sus trapicheos. Y no hablamos de simples torpezas: hablamos de arte criminal con sello oficial, un manual de lo que no debe hacerse escrito con sus propias manos.
Ábalos, el ministro que siempre parecía volver de una siesta eterna, intentando convencernos de que él no sabía nada. Claro, claro. Como si Koldo hubiera movido millones en mascarillas por inspiración divina, guiado por la Virgen del Pelotazo Fácil. Cada declaración de Ábalos era un malabarismo verbal tan absurdo que convertía la incredulidad en risa amarga, y la risa en un recordatorio de que la impunidad existía en primera clase.
Y luego está Koldo, genio de lo ajeno, que manejaba contratos como quien reparte cartas marcadas en un casino de alta seguridad. Si le das un sobre, te devuelve tres más, cada uno más turbio que el anterior. La creatividad delictiva hecha persona. Si hubiera un Oscar a “Aprovechamiento de crisis”, este hombre tendría vitrina propia, junto a la medalla de “Insulto al sentido común”.
Ahora ambos en prisión, compartiendo muro y reflexionando —o al menos eso dicen—. Quizás sobre si fue mala idea montar un chiringuito en plena pandemia, o sobre cómo engañar a todo un partido que fingió no conocerlos. Mientras tanto, el ciudadano de a pie paga la factura de su desvergüenza, y ellos ni siquiera miran el desastre que dejaron. La impunidad aparente es su mejor espectáculo, y el público, sin opción a aplaudir, solo observa con incredulidad.
Porque el PSOE se hace el sorprendido: “¿Koldo? ¿Ábalos? Uy, no sé, me suena…”. La amnesia selectiva socialista, activada solo ante escándalos que huelen a dinero y papeles quemados. Cada comunicado oficial es teatro barato, diseñado para que todo parezca inocente mientras el escándalo grita lo contrario, y ellos sonríen desde el escenario, disfrutando del circo que ellos mismos ayudaron a montar.
Y aquí entra la famosa “banda del Peugeot”. Si Ábalos y Koldo son payasos del circo, la banda del Peugeot es la troupe completa, un sainete de humor negro en estado puro. Cuatro integrantes simbólicos, cuatro piezas de este desastre nacional: Koldo: dentro. Ábalos: dentro. Santos Cerdán: dentro también. ¿Y quién queda fuera? Pedro Sánchez, observando la caída de sus compañeros con cara de “yo no he tenido nada que ver”.
Mientras los demás cumplen su merecido, el presidente del Gobierno sigue como director del mayor ridículo que España ha visto, supervisando el caos desde su palco invisible. Una tragicomedia con el país de espectador involuntario, sin poder intervenir ni aplaudir sin sonrojarse. Una caricatura de autoridad que da risa y miedo a la vez.
Tres ya pasaron por el torno de la prisión, y él todavía sigue en su puesto, aferrado a su silla de director, mientras el Peugeot se convierte en un circo rodante de incompetencia y arrogancia. Cada maniobra, cada decisión, es un recordatorio de que el caos también puede ser espectáculo y de que algunos se creen inmunes a la lógica y a la justicia. La justicia ha hecho acto de presencia, sí, pero llega tarde, lenta y con la barra del bar cerrada.
Ojalá sirva al menos para que otros aprendan que el traje naranja no disfraza la arrogancia y que incluso los más audaces acaban pagando el precio del show que ellos mismos organizaron. Porque, al final, la risa se acaba, el circo se desmonta y hasta los más cínicos descubren que el telón baja para todos.
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