Antonio Manuel López Obrador, un mejicano español a su pesar, que tiene un nombre bien sonoro, de raíz romana y cristiana, se hace llamar AMLO. No le inquieta ni le perturba que le llamen con un acrónimo, como ONU, IBI, FAO, FMI, etc. Tal vez él mismo lo promueve.

Tampoco le inquieta ni perturba el Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848, por el que Méjico perdió una superficie algo mayor que las de España, Portugal, Francia, Inglaterra, Irlanda, Italia, Alemania, Suiza, Bélgica, Holanda, Austria, Croacia y Eslovenia juntas, a favor de los Estados Unidos. Ese mismo año se halló oro en California, lo que dio lugar a la «fiebre del oro». El Imperio del Norte se convirtió a partir de entonces en uno de los más importantes productores de oro del mundo. Si reconociera que ahí está el origen real de las desgracias de Méjico, a AMLO quizá le dolería. Apenas había pasado una generación desde la independencia. ¿Para eso querían independizarse del Imperio Español las oligarquías criolllas de la Nueva España? ¿Para entregar más de la mitad de su territorio a un imperio naciente de corte anglosajón?

A AMLO no le preocupa que, según ha repetido hasta la saciedad Alfredo Jalife y nos ha recordado ahora D. Marcelo Gullo en su libro Madre Patria, tres presidentes de Méjico (López Mateos, Díaz Ordaz y Echeverría) fueron agentes de la CIA y que los tres se esforzaron cuanto pudieron por extender la leyenda negra antiespañola, como ahora hace el propio AMLO. No le duele tampoco que, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, que terminó en 1.994, se desmantelaron la industria y el campo de su país por el tratado de libre comercio con Canadá y Estados Unidos. Tiene acaso poca importancia el que de los treinta y seis ministros de aquel gobierno quince se habían graduado en universidades estadounidenses.

Que los gobiernos estadounidenses saben velar por sus intereses parece cosa probada. También parece cosa probada que los mejicanos no saben o no quieren hacer lo propio.

No se inquieta quizá AMLO por el hecho de que las ciudades mejicanas de Celaya, Tijuana, Ciudad Obregón, Juárez, Irapuato y Ensenada sean las más violentas del mundo, ni que entre las diez primeras de este siniestro certamen haya todavía otra también mejicana, Uruapan. Méjico es el “epicentro de la violencia mundial homicida”, afirma José Antonio Ortega, presidente del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal. Pero debería inquietarle, porque podría bastar para pensar que rige un estado fallido, toda vez que lo que define a un estado es el monopolio exclusivo de la violencia bajo la ley. Pero allí la violencia organizada campa a sus anchas.

AMLO no quiere saber tal vez por qué hay una frontera impermeable entre su país y Estados Unidos y no entre Estados Unidos y Canadá. Miles de kilómetros de alambradas, drones, cámaras de vigilancia, etc., en la primera. Nada o casi nada en la segunda. Hay una biblioteca en Quebec, la biblioteca Haskell, por donde pasa la línea fronteriza. El apartado de libros infantiles queda en territorio estadounidense, los demás en el canadiense. Entre Estados Unidos y Méjico hay una muralla real que separa la riqueza de la pobreza, el desarrollo del atraso. A AMLO no parece dolerle nada de esto.

A AMLO le duele que los españoles de hace quinientos años pacificaran las tribus indias y fundaran Méjico. Y a Monedero también.

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  • Me ha encantado el artículo como todos los que firma Emiliano Fernández, tiene razón en todo, lo que le pasa a amlo es que no tiene ideas para arreglar su país con los problemas actuales que tiene y despista hablando de lo hace siglos

    • Claro. Y la Leyenda Negra les viene que ni pintada para ocultar y justificar sus errores.

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