Pertenezco a una generación en la que los jóvenes pasábamos muchas horas escuchando música en la radio. Y lo hacíamos, además, no sólo por el placer de disfrutar de las canciones de moda sino buscando muchas veces la suerte de conseguir que el presentador del programa de turno no interrumpiera a nuestro cantante favorito para así poder dejar presionado el botón rojo del casete grabador hasta que terminara de cantar. Conseguida esa pieza de nuestra colección, la uníamos a otras cuantas grabadas con éxito con anterioridad para así conformar toda una cinta de nuestra música favorita y esperar que nuestros amigos y amigas nos pidieran que se la grabásemos.

Eran tiempos muy distintos en los que lo verdaderamente revolucionario no era seguir las directrices de unos o de otros, sino marcar las propias. La moda no afectaba a las ideas sino que las ideas y formas de pensar estaban unidas al dictamen de una educación quizás demasiado arraigada en unos valores judeocristianos que obligaban a pensar en el qué dirán más que en el entusiasmo de ser transgresor. El qué dirán, el qué pensarán, palabras y expresiones que suenan en la memoria de nuestros recuerdos, en el sonido de los labios de nuestras madres y abuelas, encargadas por designación femenina en el cuidado y educación de los hijos.

En aquellos tiempos nadie se escandalizaba porque unos padres regañaran con cierta rudeza a sus hijos, ni porque las plazas de toros se llenaran, ni por las hoy sanguinarias formas en las que se sacrificaban a los animales en los mataderos. Eran tiempos en los que lo revolucionario nada tenía que ver con esas cosas, tiempos en los que nuestro país acababa de sufrir décadas de dictadura y disfrutaba aún del perfume chicloso de una transición que sí suponía una revolución no sólo política, sino de libertad.

Precisamente esa libertad se enfrentaba de lleno a esa dictadura caracterizada por el control férreo de las vidas de los ciudadanos, una dictadura en la que te decías… qué digo decían, obligaban a hacer, decir y pensar aquello que el régimen consideraba oportuno. Lo verdaderamente revolucionario, pues, no era sino la libertad que llegó con la Democracia.

Una libertad que permitió a los homosexuales salir del armario, primero con timidez, con miedo, y después, poco a poco, con indignación por lo sufrido para, finalmente, mostrar un orgullo que terminó por arrasar con la mayoría de los prejuicios, con ese “qué dirán”, y  convertirse en el sello que conseguiría reflejar en las leyes y en la calle la igualdad más revolucionaria que se haya conocido sobre este extremo.

Ojo, la igualdad. Porque si para mi generación hay un objetivo claro en principios es el de la igualdad. Y no me refiero a esa igualdad de hoy en día en el que se exigen derechos igualitarios pero no responsabilidades igualitarias, no esta mezcla de nostalgia mal entendida de regímenes que nunca la aplicaron o un romanticismo estúpido de formas ideológicas que jamás triunfaron y que siempre terminaron arruinándolos a todos.

Me refiero a esa igualdad ante la vida, una igualdad y un espíritu igualitario que fue el germen del nacimiento de movimientos juveniles y de actos tan normalizados hoy en día como las botellonas. Las botellonas surgieron como un experimento en el que podían reunir en un mismo lugar a jóvenes que se podían permitir gastarse el dinero en locales de moda con otros jóvenes que no podían aspirar a hacerlo. Y conseguir esto, con solidaridad y con ese espíritu fue tan revolucionario que convirtió esos encuentros en entrañables, diferentes, y en una oportunidad de socialización juvenil como nunca antes se había vivido.

Pertenezco a una época en la que lo verdaderamente revolucionario era no ser el que dirá sobre los demás, el que no se metía en asuntos ajenos y el que respetaba la diversidad. Para mi generación lo verdaderamente revolucionario era acabar con las etiquetas que se seguían creando para definir a las tribus urbanas, a todo aquél que se salía de la norma; una época en la que la integridad de una familia no era perturbable más allá de las puertas de su casa, muro infranqueable de su intimidad y de su propiedad. Eso sí, tanto para lo bueno, como para lo malo.

Para mi generación la mujer ya tenía la posibilidad en igualdad de condiciones de estudiar, de trabajar, de acceder a cualquier puesto de trabajo por méritos y capacidad, cuando no por enchufe, como también cualquier hijo de vecino. Aunque también se convertía en revolucionario encontrar familias en las que el hombre ayudara a la mujer en las tareas de casa. Sí, y lo escribo a la vez que siento el rubor de lo que he dicho, pero era así. El hombre no compartía con su mujer las tareas de casa sino que la ayudaba en sus concebidas como obligaciones.

Eran tiempos en los que era sumamente revolucionario ser homosexual y mucho más aún tener pareja y no esconderlo, aunque esto siempre tenía unas consecuencias sociales, laborales, familiares… Por eso era realmente revolucionario, porque trataba de imponerse en una sociedad carente aún de la tolerancia y el respeto suficiente como para asumir la dignidad y la condición humana en todas sus facetas, en toda su diversidad. También era tiempo de mucha hipocresía en este aspecto, de muchos hombres que se casaban para ocultarse y que acechaban en la noche o tras las puertas de los garitos de gays bajo cerrojo y mirilla para desinhibirse y dar rienda suelta a sus verdaderos instintos, sentimientos encerrados en la mazmorra de una moral absurda y contra la verdadera naturaleza de este colectivo. Desgraciadamente, esta es una práctica no erradicada del todo, ya que hoy en día no hay que ser revolucionario para afrontarlo sino carecer del involucionismo propio de aquellos que son capaces de engañar a una mujer hasta el extremo de mentirles en lo más profundo.

Recuerdo cómo nuestra generación habitaba en un mundo en el que ser pobre se afrontaba con el esfuerzo de superación, con la búsqueda incansable de trabajo y con mucho esfuerzo para sacar a familias numerosas adelante con la única ayuda de vecinos, familia y, a veces, de la misma caridad. Eso era realmente revolucionario.

Pero había incluso partes mucho más duras para los jóvenes, especialmente los de zonas más deprimidas o poder económico inferior, aunque ninguno se libraba de ello. Hubo una época en la que las drogas eran algo tan habitual que lo verdaderamente revolucionario era no sucumbir a probarlas, no caer en la tentación, en el peor de los casos, del caballo, y en el más sofisticado, de las pastillas y de la cocaína.

Y, sobre todo, pertenezco a una generación que aprendió, porque se lo enseñaron, a pensar por sí misma mientras que hoy en día esa incapacidad generada en muchos de los más jóvenes sólo se traduce en una contra revolución que consiste en adherirse a cuotas ideológicas para aceptar, sin sentido crítico, lo que otros les digan pintado con frases fáciles y reglas de pensar tan básicas como inútiles, falsas, limitadas y adoctrinadoras.

Hoy, queridos lectores, la sociedad se ha pasado de rosca en una revolución que ha convertido todos esos sueños y expectativas en una caricatura esperpéntica de sí misma en la que la tecnología ha logrado que los jóvenes sólo tengan que apretar un botón para descargarse la canción de turno, se aferran a etiquetas que otros han construido para reivindicarse socialmente, adquieran carácter de héroes cuando se sienten invencibles y revolucionarios bajo el efecto de las drogas y han cambiado hasta a sus propias familias, hasta a sus vecinos, y amigos por un papá Estado que no da nunca nada a cambio. Y quién quiere aparentar hacerlo sin serlo os aseguro que siempre exigirá un precio muy caro.

Yo creo que ya lo estamos pagando y, como los peores créditos con los mayores intereses tardaremos mucho tiempo en pagarlo, puede que generaciones tengan que pasar para, al final, descubrir que lo verdaderamente revolucionario es pensar con independencia y no permitir que nadie te diga cómo tienes que vivir, que vestir, que sentir, en lo que creer, qué comer o si debes o no callarte cuando te suben la luz y el gas y los productos básicos porque te lo venden como parte de un proceso en el que los de arriba siguen recaudando más para que los servicios que nos presten sean menores, más ineficaces, más ineficientes pero con una enorme capacidad fiscalizadora. Eso sí, si pides al mismo Estado algo que, supuestamente te pertenece, será él mismo el que imponga unos plazos que, con toda probabilidad, llegue tarde a las necesidades reales que te llevaron a pedirlo en igualdad de condiciones.

Hoy, lo verdaderamente revolucionario es no ser de nadie, ser de uno mismo, ser uno mismo.

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  • Ahora me entero de que los botellones son hembra, y de que no sirven para emborracharse por menos dinero

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