
Hace unos días, un espécimen producido en eso que llaman Only Fans, que no son más que prostitutas del siglo XXI, fue invitada por la Universidad de Washington para dar una charla ante 1200 estudiantes. Entre las cosas que se dedicó a relatar, estuvo la experiencia que tuvo de una propuesta de 10.000 dólares por defecar en una caja y comerse el contenido. Como lo leen, esta es una de las múltiples y didácticas experiencias que compartió con los estudiantes.
Imagine pagar una fortuna por la educación de su hijo para que tenga que asistir a algo así, como si no hubiera nadie más para impartir una charla e inspirar a las futuras generaciones. Que una persona vulgar —porque además estuvo continuamente con los pies en la silla— que ejerce la prostitución sea invitada a una universidad, es dar un mensaje equivocado a la juventud: ¿para qué esforzarse si siendo prostituta puedes ganar mucho dinero con poco esfuerzo? ¿Qué hay de malo en que miles o millones de personas te vean denigrarte como ser humano? Hasta una de estas meretrices de esta era ha sido tratada de estrella por tener récord en acostarse con hombres. La bajeza moral actual no tiene límites.
De entrada, ya se ha normalizado la prostitución a niveles de llamar a esta gente “modelos” y que cuenten sus vivencias como si de heroínas se trataran, pero del mismo modo que se ha normalizado la infidelidad. Tener chats calientes, con fotos y videos incluidos, para mucha gente no es infidelidad, de la misma forma que mostrarse en redes sociales con fotos que invitan al babeo o la paja, sin ningún rédito económico, no está mal visto incluso por personas que van de moralistas y políticamente correctas.
Qué decir también ya del vocabulario barriobajero que tanta gente utiliza. Expresiones como “cómeme los huevos”, “me comes mi coño moreno”, “me meo toda” y demás lindezas, como compartir si se necesita “follar” o no, contar lo que te gusta en la intimidad, han sido admitidas como algo normal, cuando no dejan de ser ordinarieces. Hasta se ha aplaudido a Milei todas las veces que, con el histrionismo que le caracteriza, ha gritado por doquier ese “la concha de tu madre”, algo que debería ser inadmisible a estos niveles.
El contenido en redes sociales está, básicamente, diseñado para la hipersexualización de la sociedad, incluso de menores, y el catetismo. Basta ver qué cuentas tienen más seguidores y visualizaciones: las de mujeres con ropa mínima, los contenidos con exceso de banalidad y lenguaje limitado, las de vulgaridades. El problema es que se vende todo esto como si fuera libertad, cuando es libertinaje. Asimismo, ser cultivado y cultivarse ha llegado a verse como vanidad; a la gente ya le da tan poca vergüenza mostrar sus intimidades como su falta de cultura.
Los algoritmos, manejados maquiavélicamente, están moldeando las mentes. Se prioriza que lo que antes era privado ahora sea visible para todos; se normaliza el no tener una higiene moral, los valores se relativizan y el frágil ego se alimenta con dopamina barata y elogios superficiales. Mujeres que, para decir que están leyendo un libro, imperativamente tienen que enseñar bragas o cualquier otra cosa bajo cualquier pretexto, mientras los hombres se sienten especiales siendo uno más entre varios seguidores de este tipo de cuentas, recibiendo lo mismo que reciben los demás.
Esto me lleva a pensar: si una mujer, sentada en el banco de un parque, tuviera a un hombre masturbándose delante de ella, seguramente le molestaría. Entonces, ¿cómo no les molesta poner cierto contenido? En el fondo están fomentando que más de un desconocido se masturbe con ellas. Igualmente, si un hombre tuviera una vecina con la que se cruza a diario y esta le dijera o le dejara ver cosas, haciendo que se sintiera especial, ¿cómo se sentiría al saber que esa mujer lo hace con todos los del edificio?
No solo se difuminan valores; la gente está dejando de ser verdaderamente especial, aunque piensen lo contrario. Si yo tengo lo que todo el mundo tiene, ¿dónde está lo especial en esa persona o en mí? ¿Realmente se disfruta siendo un grano de arena más en un vasto desierto de banalidad? Una vez, a una persona que entonces era muy amada por mí, tras descubrir su gusto extremo por este tipo de actividades, le dije por activa y por pasiva: “valórate”. Me parece no valorarse nada ser asiduo a ciertas interacciones.
La mayoría juega a esto, olvidando que detrás de muchas pantallas hay jóvenes a los que se les está diciendo que, para tener seguidores, éxito y ser “alguien”, deben subirse a esta ola. Vemos chicas cuya imagen y comportamiento son copias de copias, priorizando una imagen sexualizada. Los chicos también están bombardeados con la errónea imagen de lo que es ser un hombre. Todo esto, sazonado con reguetón —la banda sonora de hoy—, canciones con apenas vocabulario, abanderando la vulgaridad y la superficialidad.
Los yonquis de cáscaras vacías, porque ya se ha demostrado que los dispositivos afectan las mismas zonas del cerebro que la cocaína, producen dopamina a la que uno se vuelve adicto. Del mismo modo, el uso continuado de redes sociales, con su formato de videos cortos, provoca que el cerebro se acostumbre a estímulos constantes y breves, provocando la pérdida de concentración, menguando la capacidad de atención y reduciendo la materia gris. Los diabólicos algoritmos bombardean a los usuarios, jóvenes y mayores, con clips estimulantes y adictivos, activando el sistema de recompensa del cerebro.
Tenemos una sociedad adicta a estímulos primitivos como el sexo, así como a un deterioro cognitivo notable, dada la baja calidad de los contenidos en redes sociales. Lo que provoca que, cada vez, haya más gente con problemas para mantener una relación de pareja estable, que pierda el sentido crítico y la comprensión lectora o de temáticas intelectuales.
Añadir que, tener 24 horas al día una ventana abierta a la vida de los demás —falseada la mayor parte—, se tiende a comparar la vida de uno con la del resto, afectando inevitablemente la percepción de la realidad, de lo verdaderamente importante en la vida, llegando a producir baja autoestima, depresión y una errónea percepción de lo que significan las relaciones humanas.
Del mismo modo, la disponibilidad de la gente a bajar sus estándares morales hace que vean unas oníricas posibilidades a nivel de relaciones, tanto de pareja como de amistades, que producen un cambio social. Se llama “amigo” a cualquiera que interactúe con uno, se habla de problemas con desconocidos, se normaliza intercambiar intimidades con gente que ni se conoce.
Actitudes como el “ghosting” o el bloqueo, ahora se utilizan para no afrontar los problemas diarios de las interacciones reales, pasando de reemplazo en reemplazo, como esos párvulos que antaño decían: “no te estoy amigo”. Ahora ya ni lo dicen: se borra a una persona como si de una app se tratara, sea amigo o pareja. Los vínculos afectivos son cada vez más efímeros. A todo esto, estamos obviando los problemas de seguridad física que conllevan ciertas interacciones, pero este es otro tema.






Esto no sólo afecta a los jóvenes sino a toda la sociedad