Crítica de la razón desquiciada

Solemos entender por ciencia el conjunto de conocimientos teóricos demostrados a la luz de criterios universales con los que podemos explicar el funcionamiento del mundo con vistas a predecir fenómenos y controlar la naturaleza para nuestro beneficio, lo que además de suponer una base teórica, tiene claras implicaciones sobre la acción y el tejido social, para optimizar la gestión de las comunidades y crear bienestar generalizado, entendido como progreso.

Sin embargo, en su afán por conocerlo y gestionarlo todo como máxima expresión de un caprichoso deseo por consolidar la superación de las épocas metafísicas y religiosas, el ser humano puede haber asumido una delirante empresa que ignora su propia naturaleza limitada y finita de la que ya los antiguos griegos fueron conscientes como refleja el concepto «hybris» o algunos afamados mitos como el de Prometeo. 

Esta actitud, predominante en nuestra época auto-condescendiente y altiva, se ve reforzada por la defensa a ultranza que las propias masas, ávidas de re-conocimiento y progreso ilimitado, confieren al discurso científico sin haber primero meditado sobre la naturaleza misma de la ciencia y motivados sólo por un deseo de sentirse superiores frente a lo que denominan «pensamiento mágico». Conciben el curso de los tiempos y las producciones espirituales del hombre de una manera progresiva y lineal, de modo que al aceptar de pleno las verdades científicas, uno se sitúa automáticamente a la cabeza de la evolución cultural humana, esto es, encaramado sobre la histotia y así, quien no asuma esto, es, sin más, más primitivo. 

¡Qué simpleza de aportación la suya! Desde esta óptica, la noción de progreso toma otro cariz que merece ser analizado críticamente. La cuestión del límite es esencial para salvaguardar la variedad de experiencias de la verdad del ser del hombre y exige primero una crítica que intente poner freno a esta razón desquiciada en su huida hacia adelante que pretende acallar todo atisbo de diferencia y valor de la verdad humana al agenciarse por acto de gracia los parámetros de una objetividad con que regularlo todo.

En primer lugar, hay que empezar planteando bien el asunto: la ciencia como tal, en abstracto, no existe. Es sólo eso, una idea abstracta y cambiante. Lo que sí existe es la comunidad científica y es muy importante no disfrazarla de un absoluto definitivo y omni-abarcante como «LA» ciencia, porque ese «LA» esconde aspectos relevantes que si se pasan por alto pueden acarrear serios peligros.

Como toda comunidad, la científica también está sujeta a una estructura política, cultural y económica. En este caso, va definiendo qué es la verdad o las condiciones bajo las cuales algo pueda proclamarse «verdadero». También estipula qué merece atención en una investigación científica, bajo qué criterios se examinan las hipótesis y, lo más importante, qué criterios de antemano fijados miden los criterios aplicados para elaborar una verdad científica.

El criterio que evalúa el resto de criterios no puede ser de antemano justificado, sino que se ha de aceptar sin más para la conformación de un sistema de verdades, lo que significa que los discursos científicos no versan sobre realidades neutras sin más, sino que operan principios indemostrables que se han de asumir como ciertos por un previo acto de fe para que el resto del andamiaje se sostenga. 

Hasta detrás de un concepto aparentemente inofensivo como «empíricamente verificable», existen concepciones de la realidad y del propio discurso científico imposibles de justificar de antemano, y que precisamente por eso se imponen desde esas estructuras de poder.

Esto que digo no es pensamiento mágico (término de soberbios para desprestigiar de entrada la diferencia) sino pensamiento crítico heredero del espíritu ilustrado que conoce y asume los límites del conocimiento y la fuerza de la crítica para impulsar el progreso.

Así por ejemplo, de Hume es la llamada crítica al principio de causalidad; al entender que el nexo entre la causa y el efecto carece de necesidad lógica por sí mismo, poniendo en tela de juicio los cimientos de la ciencia y haciéndola basar en la mera costumbre o, añadirá siglos después Karl Popper, en un primer acto de fe (decisionismo). Hume vivió en el siglo XVIII y era ilustrado. Su crítica a la causalidad fue tomada en serio por los propios newtonianos y evidencia que por entonces los intelectuales eran más conscientes de la necesidad de una razón crítica como fuerza motriz del progreso y el conocimiento. 

El panorama es justo lo contrario de lo que ocurre ahora, donde el papel de la ciencia no sólo expresa un poder político sin tapujos, y es además un reclamo publicitario por parte de las masas en esta sociedad que se empeñó en democratizar los conocimientos (con la funestas consecuencias que vivimos), sino que ha instaurado una racionalidad unidimensional donde toda sospecha o  crítica de las versiones oficiales recibe el estatuto de acientífico, lo que sirve para justificar la burla, el desprecio o la falta de consideración. Si algo no está avalado por los criterios que la comunidad científica establece, directamente no existe y merece repulsa. 

No existe  posibilidad de un progreso auténtico bajo los efectos del delirio que hoy vivimos, que posibilita que personas que jamás se han molestado en saber sobre Ptolomeo, Copérnico, Kant, Poincaré, Einstein, Kuhn o Lakatos sean aplaudidas y tomadas como modelos de saber y progreso sólo por reproducir las versiones que la comunidad científica establece como definitivamente ciertas y que tienen cada vez mayor interés en incidir sobre la estructura social, como muestra la constante apelación a la ciencia de políticos como Echenique, siguiendo así a Marx.

El objetivo es la instauración de una verdad en términos absolutos, indiscutible y que acalle de una vez para siempre toda experiencia del ser del hombre que no asuma los postulados de sus criterios de verdad. Es, seguramente, una de las mayores infamias que el hombre ha dirigido contra sí mismo y parece ser que la actual pandemia está favoreciendo la implementación de esta nueva normatividad para nuestra desgracia. No olvidemos que, sin trabajo crítico ni inquietud por contestar las versiones oficiales, a la humanidad se le sustrae la posibilidad misma del progreso.

 Mi propuesta es que, aprendamos a distinguir entre «ciencia» y «comunidad científica». Confundirlas es la fuente del problema y el motivo por el que los científicos cada cierto tiempo reciben un duro golpe de realidad que les calla la boca. A fin de cuentas, Newton sólo funciona a escala humana, para todo lo demás, es mejor Einstein… Y en ambos casos quien pone y dispone criterio y verdad es siempre el César. 

La actitud de auto-condescendencia con las versiones oficiales que la comunidad científica propugna es todo lo contrario al espíritu ilustrado. Básicamente estos individuos que se escudan en LA ciencia para callar, estigmatizar y ridiculizar al crítico representan la necesidad de una verdad definitiva y absoluta que en su día representó el teocentrismo, simplemente que han desplazado a Dios y en su lugar alaban LA ciencia. Por ello urge una crítica de la razón desquiciada que ponga un límite contundente a este afán por reducir y explicar el mundo, la sociedad y la vida a la luz de sus certezas, de las que están ebrios porque son incapaces de celebrar el enigmático interrogante con que se manifiesta la realidad en su devenir como multiplicidad de experiencias de ser humano.

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