Iglesias, la playa de Argelés no fue nunca Waterloo

No puedo empezar a narrar esta historia sin decirles que desde entonces jamás he vuelto a pisar una playa. A diferencia de la inmensa mayoría de las personas, no soporto el sonido de las olas rompiendo en la orilla, al recordarlas me chasquean como fríos latigazos de salitre penetrando en mi piel. Aún en la actualidad recuerdo la humedad de la arena trepando con la fuerza de una enredadera por las piernas e invadiendo de temblor incesante su escalada hasta hacer cumbre en el último centímetro de la piel.

Cada minuto, cada hora, cada día de nuestra existencia, uno tras otro no desiste en la insistente tortura. Pero lo peor eran las eternas noches temblando bajo una sucia lona rodeada de llantos infantiles acompasados a coro con sollozos maternales. Muchas noches quedaba en duermevela con el gemir lastimero de las madres de fondo, madres desesperadas ante el desenlace del martirio, desgarradores quejidos ante el silencio eterno del llanto de su niño: en los débiles y temblorosos brazos impotentes yace el cuerpo, inerte mientras lo acunan.

Tantas fueron las inocentes criaturas que dejaron de sufrir, arrebatadas las vidas sin vivir a mano de la fiebre… Cada noche era una noche más y, con ella, siempre un hijo menos. Largas las horas pasan oscuras, interminables, perpetuas, hasta que, con el alba, los tímidos rayos de sol aparecen para iluminar la penuria, pero en absoluto para calentar el frío drama nocturno. Otro mísero día después de más de tres años de guerra, de lucha sin razón, del odiado conflicto que nos arrastró a la violencia entre familia, amigos, vecinos.

Tantos años de carencias, sin tener intención nunca de participar en ella, agolpados en la mayoría, que en silencio sufrimos la Guerra Civil. Y de postre, como decía siempre mi madre, «si no quieres caldo, toma dos tazas» y así en el último acto de la tenebrosa función, como un guiñapo me encuentro en medio de la tragedia, donde las víctimas que me rodean, ni siquiera saben por qué están allí. Tengo la impresión de que nosotros siempre hemos sido los vencidos, hasta en las victorias.

El espino de la alambrada a nuestro alrededor nos separa del mundo. Nos sentencia sin juicio previo y lo que es aún peor, nos condena sin delito cometido. El peligroso óxido del alambre punzante a nuestras espaldas nos detiene y el rumor gritón del mar nos mira vigilante de frente, altivo. Silencia el aullido de auxilio al mundo, Europa asentada sobre un volcán a punto de erupción, mira hacia otro lado. Europa siempre mira hacia otro lado.

Y mientras tanto, agolpados, empujándonos entre nosotros, ya sin apenas fuerzas, arrastrando los pies por la asquerosa y fría arena de la playa de Argelès, deambulamos con la mirada sin vida, con los oídos sordos y la piel quemada por el sol filtrado a través de la sal escupida por el mar. De esa guisa esperamos penitentes la llegada diaria de los camiones franceses que nos mal nutren el hambre cada jornada. A nuestro alrededor tan solo unos pocos gendarmes situados con desgana al otro lado del perímetro, indicando prepotentes a las tropas procedentes de las colonias africanas que pongan orden, que apliquen disciplina a los españoles.

Cierro los ojos y veo los suyos, sus ojos estaban llenos de desprecio hacia nosotros y sus palabras escupiendo arrogancia en un brusco y mal hablado francés: «atrás, atrás», dicen amenazantes, blandiendo al tiempo los fusiles. Con los camiones parados ante la hambruna, no pasará mucho tiempo para que empiece el baile de insultos y de vejaciones, un arduo esfuerzo para conseguir engañar el estómago en una nueva jornada de calvario. El exiguo premio era una dieta basada en un prematuramente endurecido chusco de pan y un puñado de legumbres para hervir con el agua del mar, ese era el menú que nos ofrecía la prestigiosa cocina francesa, la gastronomía de nuestros vecinos.

A mis dieciocho años, a pesar de arrastrar una anemia crónica en el tiempo, a pesar de los tres años de guerra y un recién forzado exilio, mi juventud y fortaleza alimentan mi esperanza de vida, superando a la media del campo, a la media de la puñetera playa. Paso las horas muertas alimentando la supervivencia en el recuerdo de mi infancia, de mis padres, el pueblo, el colegio y mis amigas. ¿Qué habrá sido de ellas? De esa manera me aíslo del sufrimiento propio y del que me envuelve, que en realidad es el mismo, es un tormento compartido. No puedo dejar de recordar, he de agarrarme al hilo de vida que me ofrece la memoria y la fortaleza del amarre me salvará. Y así fue.

Han pasado cincuenta y tantos años, no me apetece ni contarlos exactamente. ¿Para qué? Si nadie se acuerda ya de la playa de los españoles, ni a nadie parece importarle lo más mínimo. Pero lo cierto es que todos los que pasamos por allí tenemos una historia que contar, la nuestra, aunque para la historia oficial sólo somos números, hechos irrelevantes en el conjunto de aquella. Por la parte que me toca, por no saber, no sé ni qué número soy de los cien mil internados que se calculan estuvimos en la puñetera playa de Argelès.

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