Cerdán: cuando el poder se paga en mujeres

Hay silencios que huelen a cerrado, a despacho sin ventanas, a poder viejo. Y otros que, directamente, apestan a impunidad envuelta en corbata. Desde hace semanas, el caso Cerdán viene soltando miasmas que ya no se pueden disimular ni con ambientador institucional. El que fuera número tres del PSOE, Santos Cerdán, ha dejado tras de sí un rastro de audios que no caben ni en la peor tertulia de bar: conversaciones con prostitutas, lenguaje machista de saldo, purgas internas a golpe de testosterona mal entendida y un desprecio absoluto hacia las mujeres con voz propia.

No estamos hablando de opiniones desafortunadas. Estamos hablando de audios reales, investigados por la Guardia Civil. De grabaciones en las que un alto cargo presume de noches de «diversión» financiadas con dinero ajeno, mientras se carga a mujeres incómodas dentro del partido con una frialdad de escalofrío. A Adriana Lastra, por ejemplo, se la quitó de en medio como quien borra un archivo molesto. Porque pensar por sí misma, al parecer, era su delito.

La prostitución no es una anécdota en este caso. Es el eje. Porque cuando un dirigente público, al que se le presupone ejemplaridad, se mueve en esos entornos mientras su partido enarbola la bandera del feminismo, el problema no es la incoherencia. Es la mentira. La estafa moral. El mensaje que se manda a toda la sociedad cuando el poder se gasta en mujeres como si fueran botellas de champán. ¿Y las consecuencias? Silencios. Matices. Cobardías. Desde las altas esferas se mide cada palabra, no vaya a ser que salpique demasiado. Pero la ciudadanía ya huele el percal. Porque esto no es un caso aislado. Es el reflejo exacto de un sistema que perdona demasiado cuando quien delinque es de los suyos.

Lo más grave no es el escándalo. Lo más grave es la costumbre. Esa sensación de que todo esto ya lo hemos visto antes. Cambian los nombres, pero el guion es el mismo: impunidad, arrogancia, falta de decencia. Y una jauría mediática que solo reacciona cuando el hedor se vuelve insoportable. ¿Dónde están las feministas de partido ahora? ¿Dónde están los que exigían dimisiones por un chiste hace tres años? Parece que el feminismo también tiene carné, y que hay silencios que se compran al peso del escaño. Y mientras tanto, la palabra «igualdad» sigue colgada en los discursos oficiales como si no se hubiera oxidado. Como si este caso no destapara algo mucho más profundo que un comportamiento inmoral: la normalización de la doble moral.

Porque lo verdaderamente insoportable no es lo que hizo. Es cómo lo hizo sabiendo que podía hacerlo. Es esa impunidad aprendida, esa certeza de que nada pasa si se calla lo suficiente. Que, con una sonrisa, una justificación y una cortina de humo, todo se olvida. Pero no, no es cuestión de ideología. Es cuestión de vergüenza. Lo que ha salido a la luz es indecente, inaceptable e impropio de un país que quiere mirarse al espejo sin vomitar.

Y sí, señores del poder: el feminismo no se defiende con pancartas, se defiende con hechos. Con coherencia. Con limpieza. Con justicia. Todo lo demás es marketing. Y del malo. Porque el machismo institucional no se esconde: se exhibe con corbata y sonrisa. Y ya va siendo hora de arrancarles el disfraz. Y que nadie se confunda: esto no va de partidos. Va de dignidad. Y esa, o se tiene o se disimula.

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