
Pedro Sánchez lleva años vendiéndose como el político con más decencia que ha existido en España. El presidente que venía a regenerar la democracia española y a librarnos de la vieja política relacionada con los favores y los enchufes. El problema es que la realidad, tozuda y cruel, acaba por destapar las miserias de cualquiera. Y, si algo es evidente, es que la mancha no procede de la oposición ni de conspiraciones fantasmales, sino que le brota dentro de su propia casa.
Por otro lado, su hermano, David Sánchez, ha sido enviado a juicio oral acusado de prevaricación administrativa y de tráfico de influencias. Un escándalo de manual, porque ya no hablamos de simples “sospechas”, ni tampoco de rumores mediáticos, sino que hablamos de un tribunal que considera que hay pruebas más que suficientes como para sentar al pequeño de los Sánchez en el banquillo. La foto, desde luego, que es demoledora: el hermanísimo en el mismo terreno en el que cayeron políticos de todos los colores, a los que el propio Pedro Sánchez señalaba con dedo inquisidor.
Pero si el asunto del hermano resulta ser un torpedo en la línea de flotación, qué decir del caso de su mujer; tirando de símil, podría decirse que es un misil que amenaza con hundirlo definitivamente. Begoña Gómez, la esposa del presidente del Gobierno, se encuentra imputada por cinco delitos: malversación de fondos públicos, a consecuencia de usar al personal de la presidencia con fines privados; tráfico de influencias, por hacer favores y adjudicaciones con fines privados; corrupción en los negocios, debido a ventajas indebidas en contratos; apropiación indebida, por apropiarse supuestamente del software de la Universidad Complutense; y por intrusismo personal, ejercer funciones sin habilitación. En total, la mujer del presidente del Gobierno podría enfrentarse a más de 20 años de cárcel. Una losa judicial que convierte en ridícula aquella pose de Sánchez de “ejemplaridad” y “ética pública”.
Sin duda, la ironía es de manual: mientras que Sánchez se dedicaba a ir dándonos lecciones de moral a los demás, a los españoles y a sus adversarios políticos, su familia directa se estaba hundiendo en acusaciones propias de los peores tiempos de la política española. Ahora no hay discurso solemne, ni Falcon, ni pacto parlamentario que tape semejante evidencia. La corrupción, el nepotismo y los privilegios no se sitúan enfrente, sino en la propia mesa del propio presidente.
España está harta de todos estos sainetes provocados por el Gobierno. Harta de una clase política que clama honestidad mientras su entorno no para de hacer caja. También indignada por presidentes que se creen inmunes al escrutinio porque viajan en Falcon o se sacan fotografías en Bruselas. Lo de Sánchez ya no es cuestión de desgaste político, sino que se trata de algo que traspasa la vergüenza nacional. Y es que, al final, Pedro Sánchez no necesitaba enemigos para caer en el ridículo más absoluto. Tanto su hermano como su esposa han hecho el trabajo por él. La Moncloa no huele ya a política: apesta a banquillo.






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