El Fiscal en el banquillo: cuando el secreto deja de ser secreto

Nunca antes un Fiscal General del Estado había estado tan expuesto. Álvaro García Ortiz, máxima autoridad del Ministerio Público en España, está siendo investigado por presuntas filtraciones de información confidencial relacionadas con un caso que salpicaba al entorno de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso. No es una serie política de sobremesa: es la realidad. Y, por primera vez, el guardián de la ley se sienta frente a la ley.

La escena tiene algo de paradójico. Quien debe garantizar la discreción institucional se enfrenta ahora a la acusación de haber vulnerado su propio deber. Un fiscal investigado por romper el secreto profesional es como un médico acusado de propagar una enfermedad. No solo se erosiona una figura, sino que se tambalea el principio que sostiene a la institución. Es un terremoto jurídico y simbólico. Pero, como suele ocurrir en este país, el temblor se amortigua entre declaraciones tibias, silencios interesados y un ruido de fondo que ya no sorprende a nadie. Nos hemos acostumbrado tanto al escándalo que hasta el asombro ha pedido la baja.

Los defensores del fiscal hablan de manipulación política; los críticos, de abuso de poder. Entre unos y otros, la verdad se diluye como un rumor mal contado. Pero, más allá del debate partidista, hay algo que se está resquebrajando: la confianza en la neutralidad del sistema judicial. Y eso, en una democracia, es dinamita. Porque, cuando el ciudadano empieza a sospechar que la justicia tiene bandos, deja de creer que lo justo pueda ser, además, posible.

No es una cuestión de partidos; es una cuestión de reflejos éticos. Si el máximo responsable del Ministerio Fiscal puede ser investigado por filtrar información sensible, y la reacción general es un encogimiento de hombros, el problema ya no es jurídico: es cultural. El país que relativiza lo inaceptable acaba normalizando la trampa como parte del decorado. Nos estamos volviendo expertos en mirar hacia otro lado mientras se desmoronan los cimientos.

A veces da la impresión de que la ética pública se ha convertido en una especie de moneda de cambio, una divisa con la que se compra tiempo, titulares o treguas. Cada filtración, cada “error administrativo”, cada “malentendido comunicativo”, se disfraza de servicio a la verdad, cuando en realidad no deja de ser una rendija por la que se escapa la confianza. Y, una vez se fuga, no hay comunicado que la devuelva intacta. La mentira siempre encuentra micrófono; la decencia, apenas susurro.

Llamar transparencia a lo que es filtración es otra forma de mentir. La transparencia exige responsabilidad, no indiscreción. Es iluminar los procesos, no violar los límites. En cambio, aquí se ha instalado una lógica peligrosa: la de confundir la rendición de cuentas con el espectáculo. Todo se expone, todo se comenta, todo se filtra. La discreción se percibe como sospechosa, y el silencio, como culpa. Pero la justicia, como la dignidad, solo puede funcionar si hay cosas que permanecen inviolables.

Este caso no solo pone en duda al fiscal, sino al propio sistema de pesos y contrapesos. Si el guardián puede quebrar la norma sin consecuencias inmediatas, ¿qué freno queda? ¿Quién vigila al vigilante? La respuesta debería ser obvia, pero, a estas alturas, parece más bien utópica. El verdadero peligro no es el escándalo, sino la costumbre. Porque, cuando la excepción se repite, se convierte en sistema. Y, sin embargo, no todo está perdido. Quizás este proceso sirva para recordar algo esencial: que la justicia no es una idea abstracta ni una herramienta de poder, sino un compromiso moral con la verdad. Y que ese compromiso se mide, sobre todo, cuando nadie mira. La integridad no se demuestra en los discursos, sino en los silencios que se respetan.

Porque, cuando el secreto deja de ser secreto, no solo se vulnera una norma: se vulnera una promesa implícita entre el Estado y sus ciudadanos. Una promesa de que hay lugares donde la información no se compra ni se filtra, sino que se protege. De lo contrario, la justicia dejará de ser una institución y pasará a ser otra tertulia más. Y, si eso ocurre, lo grave no será la caída de un nombre, sino la pérdida de algo mucho más valioso: la fe colectiva en que aún hay cosas que no se venden. Cuando eso se pierde, ya no hay banquillo capaz de juzgar la desconfianza.

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