La Amnistía como síntoma: cuando el Poder Ejecutivo tiene miedo de perder

España está atravesando un momento político que dejará huella en una generación, pues no está en entredicho una simple ley, ni siquiera un gobierno. Se trata de la esencia misma de la democracia, que se diluye entre tretas, pactos oscuros y discursos vacíos. La amnistía que el Ejecutivo de Pedro Sánchez pactó con los independentistas no era un gesto de reconciliación ni paz social: fue una cesión de principios a cambio de poder. Y eso, en cualquier país que se respete a sí mismo, debería ser motivo de alarma.

Durante estos últimos años estamos siendo testigos de una mutación silenciosa pero profunda, casi como un cáncer y sus metástasis. Con la excusa del “progresismo” y el “diálogo social”, han ido instalando un modelo de gobierno que recuerda más a regímenes totalitarios que a una democracia parlamentaria. Se ha normalizado el desprecio por la separación de poderes, la colonización de las instituciones, la manipulación y retorcimiento del lenguaje en su máxima expresión, y se mira mal al que piensa diferente. Según parece, no está en nuestras manos poder opinar y disentir. Todo ello, en nombre de la superioridad moral y el bien común. El fin parece que quieren que justifique los medios, pero no es así.

La amnistía a los líderes del procés no fue un acto de generosidad política, fue una vulgar transacción, un intercambio de impunidad por votos. Un pacto que no buscaba sanar heridas ni pacificar sociedades, sino garantizar una investidura. Aunque casi lo más serio es que se nos vende como acto heroico de valentía cuando realmente es de debilidad. Debilidad de un gobierno que se sabe incapaz de mantenerse en el poder si no es cediendo ante los que fracturaron la convivencia y desafiaron las leyes.

Pero… ¿dónde queda el Estado de Derecho? ¿Dónde está la igualdad ante la ley? ¿La dignidad de los ciudadanos que trabajan, votan y respetan la democracia? Intentan que aceptemos que hay delitos que pueden ser perdonados si el precio político lo exige, que miremos a otro lado mientras reescriben la historia reciente en la forma que más les convenga, todo esto bajo un prisma absolutamente partidista.

Esto no es nada nuevo. La amnistía es la última estación de un tren que lleva años descarrilando. Bajo los mandatos de Sánchez hemos vivido el debilitamiento económico, el modo en que se ha disparado la deuda, el acoso y derribo a los autónomos y pequeños empresarios, a los agricultores y a los ciudadanos en general. Hemos visto cómo se premiaba la lealtad ideológica por encima de la meritocracia, cómo se ha utilizado lo público para el beneficio del gobierno, en fin, cómo se ha estado alimentando la fractura de la sociedad.

Poco a poco, han desviado a España hacia un modelo de control político que recuerda a las dictaduras comunistas. Sin banderas rojas, pero hacia ese modelo. Controlando el relato, manipulando la justicia, asfixiando a los que piensan diferente y comprando muchas voluntades. Sobra con disfrazar de progreso lo que es crudo clientelismo. Sobra con repetir una mentira 1000 veces para que parezca una verdad.

En la actualidad, la amenaza llega a quienes deberían garantizar la legalidad. Esta semana, el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, presentó su dimisión tras ser condenado por el Tribunal Supremo a dos años de inhabilitación por el delito de revelación de secretos. Para estar inhabilitado, mejor dimite y ¡parece que se va él mismo! Su salida pone de relieve hasta qué punto está politizada la fiscalía y, a la vez, deja en evidencia el grado de parasitación del poder ejecutivo sobre los balances institucionales.

Alarmante, como poco, ha sido la reacción del Gobierno tras estos hechos, pues varios ministros se han permitido cuestionar la sentencia públicamente, llamando a la ciudadanía a “defender la democracia” frente a lo que llaman “abuso de poder judicial”. La vicepresidente Yolanda Díaz aún se ha atrevido a llegar más lejos y ha llamado abiertamente a movilizarse contra el Tribunal Supremo, acusando a los jueces de actuar por afinidades políticas. ¿Desde cuándo un gobierno supuestamente democrático enfrenta a la sociedad contra los jueces? Esto, en el fondo, indica que el poder judicial es el enemigo del pueblo, según el Gobierno.

Esta clase de declaraciones son irresponsables y peligrosas. Siembran la desconfianza en las instituciones, dañan la separación de poderes y sitúan a los jueces en el blanco del poder político. Si la justicia solo es buena y válida cuando favorece al ejecutivo, ya no se puede llamar justicia, se llama sumisión. Y los españoles, ¿qué hacemos mientras? ¿Dónde están los ciudadanos que llenan las calles por causas justas, por los derechos y las libertades? Ahora, que se desmantela el marco constitucional que nos ha estabilizado y protegido durante más de 40 años, el silencio social es ensordecedor.

No se trata de ideología, sino de principios; se trata de entender que la democracia no consiste solamente en votar cada cuatro años, sino que se debe respetar las reglas, garantizar las diferentes visiones del panorama, proteger a las minorías y limitar el poder. Porque en el momento en que el poder no tiene límites, cuando se piensa que está por encima de la ley y se rodea de aduladores y elimina los contrapesos, deja de ser democrático, aunque lo parezca.

La amnistía es el punto de inflexión. No porque se trate del primer abuso, sino porque es el más descarado, y no se molesta en disimular; se ha perdido el miedo y el pudor. No podemos resignarnos y normalizar lo inaceptable, no dejemos que nos roben el país delante de nuestras narices mientras nos quejamos en redes sociales. Es la hora de despertar y de exigir justicia y transparencia. Debemos recordar que el poder no es un fin, sino un servicio, y que quien lo emplea para mantenerse traiciona su cometido. La amnistía no es el final, es el aviso. Si no reaccionamos pronto, nos callarán… y el silencio en política siempre favorece al que más alto grita.

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