Comunismo o libertad

Los términos “comunismo o libertad” empleados por Isabel Díaz Ayuso en su campaña electoral son términos que conforman una disyunción excluyente, porque donde hay el uno no puede haber la otra, ni al revés. Eso es lo que su autora quiso que se entendiera. Tenía más razón de la que podía aparentar, pues lo mismo que a lo común se opone lo propio, así al comunismo se opone la propiedad, en la cual están la raíz y fundamento de la libertad y también de lo que llaman estado de derecho. Quiero decir que cuando una sociedad carece de propiedad privada, porque la ha hecho suya el Estado, carece también de libertad y, en vez de estar regida por la ley, lo está por el tirano. Luego la oposición de ambos conceptos es correcta. Trataré de decir por qué.

En la medida en que fueron lugares de discusión sobre los impuestos que el monarca quisiera recaudar, las cortes medievales concentraron la lucha por la libertad. En las españolas eran habituales las quejas expuestas ante Carlos V y Felipe II sobre este punto. En una ocasión, cuando el segundo propuso el impuesto de la molienda para financiar las guerras contra los protestantes en Flandes, se le dijo que no se entendía lo que tuviera que ver la harina con la salvación de las almas de los flamencos.

Algo así no sucedía en Moscú durante la Edad Media ni en la Rusia zarista posterior, porque la posesión de la tierra era condicional y sólo se podía mantener mientras se obedeciera al príncipe moscovita y luego al zar, quienes no tenían necesidad alguna de convocar cortes y podían cobrar impuestos según quisieran, además de que no estaban obligado por ese mismo motivo a conceder derechos a sus súbditos y, en consecuencia, no les imponían más que deberes. Aquel era un régimen patrimonial parecido al de los antiguos despotismos orientales de Egipto, China y Mesopotamia. De ahí que en los países donde ha sido fuerte la propiedad privada, los propietarios han sido cosoberanos, porque sus patrimonios limitaban el poder del rey y porque éste dependía de ellos para recaudar impuestos. Este es el origen de la libertad política.

Esto es algo que el comunista Lenin, un heredero a fin de cuentas del zarismo anterior, puso en práctica hasta sus últimas consecuencias, en detrimento de la libertad y en favor de la concentración del poder en sus manos. La tiranía que comenzó con él superó en mucho a la de los zares. No es extraño que alguna vez dijera: ¿para qué la libertad? En dos o tres años suprimió toda propiedad, salvo la de algunas pequeñas parcelas agrícolas. Unos diez años más tarde, Stalin completó la tarea “socializando”, o “colectivizando”, la agricultura, con lo que los agricultores mismos se convirtieron en patrimonio estatal, en propiedad mobiliaria del tirano.

Hitler y Mussolini participaban de las mismas convicciones y actuaron de un modo semejante, aunque no tuvieron ocasión de llegar a la perfección. Según el primero, por ejemplo, cada propietario debía verse como agente del Tercer Reich y éste tenía el deber de conservar el derecho a controlar las propiedades cuando el interés común lo requiriera. No eran, por tanto, defensores del capitalismo, como tantas veces se les ha presentado, sino enemigos suyos.

¿Es posible que un régimen democrático parlamentario se incline por la falta de libertad cuando, como se dice desde antiguo, es la realización de la misma? La respuesta es que sí. El derecho de propiedad se mantiene en él, pero hay muchas maneras de violarlo de forma sutil. La redistribución de la riqueza, la igualdad económica, la igualdad de oportunidades, la igualdad de género, la protección de los débiles, los servicios públicos de sanidad, educación o seguridad, etc., son fines que, unas veces justos, otras no tanto y casi nunca bien administrados, siempre dan por bueno el crecimiento de los impuestos, el poder del Estado y la disminución consecuente de la propiedad de los particulares.

Los actuales Estados democráticos promulgan leyes de protección del derecho de propiedad, pero, mientras que los monarcas franceses, ingleses y españoles del siglo XVII apenas tenían el control sobre el siete por ciento del Producto Interior Bruto, en la actualidad el gobierno estadounidense (federal y estados) controla más de un tercio, el inglés más del 40%, el alemán, el español y el francés más del 50%, etc. Lo cual no hace más que acrecentar el poder de las administraciones estatales sobre los particulares, porque, al hacer que baje su propiedad, hace que se rebaje su libertad, pues, como queda dicho, la primera es el fundamento y raíz de la segunda.

Ignoro si Isabel Díaz Ayuso tuvo en cuenta consideraciones parecidas a éstas al esgrimir su lema para las elecciones de Madrid. Eso no tiene importancia. Las palabras, una vez sueltas al aire, adquieren su propio sentido, rememoran viejos significados y traen consigo doctrinas antiguas. Lo mismo sea dicho de las pronunciadas luego por Carmen Calvo, cuando pretendió asociar la libertad que Ayuso decía defender con el nazismo y el fascismo, en la vana ilusión de que así se alejaba ella misma y su partido de ellos, cuando en realidad es todo lo contrario. Su partido socialista y su gobierno con comunistas la alejan de la libertad y la asocian con quienes ella querría tener lejos, con los defensores de la tiranía que fueron los nacionalsocialistas y los fascistas de Mussolini. Como en Alicia a través del espejo, cuanto más te alejes de un lugar más te acercas a él y viceversa. Alguien debería explicarle que las palabras no dicen lo que cada uno quiere que digan. Y que nunca perdonan a quien las deja salir de su boca sin haberlas meditado bien antes.

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