Ratzinger: creyentes y ateos

Se piensa que hay dos clases nítidamente separadas: a un lado los que tienen fe y al otro los que no, a los que se suman los agnósticos.

Pero Ratzinger piensa que esa no es la realidad de nuestro tiempo. En su Introducción al cristianismo, cap. 1., “La fe en el mundo de hoy”, presenta al creyente como un náufrago sujeto a un madero flotando en la nada, a punto de hundirse en cualquier momento, intuyendo que la cruz es más fuerte, pero que el vacío amenaza su ser. En un mar de inseguridad se mantiene a duras penas el creyente, diana de todas las impugnaciones y negaciones de su fe. Podría pensarse que el que no tiene fe vive en su increencia sin problemas. Es verdad que él no suele estar cuestionado por los demás, por las ideologías del presente, porque hoy es su posición la que recibe aprobaciones y parabienes, porque él no necesita dar razones de su ateísmo o agnosticismo y goza de la aquiescencia general.

Pero, por extraño que parezca, su destino se entrelaza con el de su opuesto, porque tampoco él vive una vida cerrada sobre sí misma, como la concha que guarda su perla, porque también él, que cree haber cegado para siempre su tendencia a lo sobrenatural, siente el asedio de la duda. Tal vez lo mantenga secreto y oculto ante todo para sí mismo, pero la inseguridad hace acto de presencia una u otra vez. Inevitablemente se habrá de preguntar: ¿será definitivamente cierta mi incredulidad? ¿No habrá otra realidad que esta positiva realidad que el positivismo me muestra?

Como el que tiene fe, sujeto a su madero en el mar, intenta que el agua salada de la duda no entre en su garganta, así el que no la tiene comprende que es imposible no dudar de su incredulidad. No puede menos que poner en tela de juicio esa realidad en que él cree. Piensa que tiene un todo, pero no está tranquilo con su posesión. Una y otra vez se preguntará si no es verdad la fe religiosa.

La amenaza que se cierne sobre el creyente es la incertidumbre, la que se cierne sobre el no creyente es la fe. Ambos viven en la duda, aunque sea de signo opuesto. Ambos viven este profundo dilema que trae consigo el ser hombres. El que expulsa la fe de su vida cae en la cuenta de que no puede expulsarla. O la incertidumbre de la fe o la incertidumbre de la incredulidad.

He aquí lo que les asemeja, la duda, que no es la teatral duda cartesiana, sino otra bien distinta, otra que hunde sus raíces en lo más profundo de un ser humano.

Cuando leí estas cosas de Ratzinger me dije: “este hombre entiende a los hombres del presente”. Yo las traigo hoy a la memoria a modo de modesto homenaje a su persona.

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