La política dicotómica y el sólo yo soy yo

Ya en otras ocasiones he hablado sobre la relación entre la situación a la que hemos llegado en la política de este país con el maniqueísmo totalitario, algo que nos afecta muchísimo por nuestra historia ya no tan reciente y, sobre todo, por la costumbre tan actual de hacer viajes en el tiempo para traer a nuestros días fantasmas del pasado, a lo “Cuentos de Navidad”, fantasmas de hace casi un siglo y que hoy en día no tienen una real influencia en nuestra sociedad ni en nuestra política más allá de la que algunos interesados le quieran dar.

Todo sirve hoy en política para conseguir aquello que también no dejé de reivindicar, la necesidad de “aparentar más que ser”. En ese ansia por aparentar ante la ciudadanía ser el baluarte de consignas de progreso, término que políticamente pertenece al área liberal y no a la izquierda, como también el logro del voto femenino, los extremos políticos saben perfectamente que parten con el beneficio de un maniqueísmo que, traducido en términos dicotómicos, los hacen los más atractivos para aquellos que detestan al contrario y configuran su ideología de calle en torno a ese odio por encima de todas las demás cosas.

La aparición de partidos políticos nuevos, de perfil extremo y configurados a uno y otro lado del abanico ideológico en este país propició, sin duda, la necesidad de los partidos de siempre de reestructurar sus campañas, sus objetivos y su visibilidad. El peligro de los extremos en la Historia es buen ejemplo de lo que todos podríamos temer que pasara, el triunfo de un extremo destructor de nuestros intereses como país y como proyecto común. El problema se situaba en que el punto de partida de ambos extremos, PODEMOS y VOX, nunca fueron los mismos. La formación inicialmente liderada por Pablo Iglesias tenía un trabajo sencillo por parte del resto de la izquierda, y especialmente del PSOE, de limpieza ideológica, de asumir como propios partes de sus postulados y ejercer, como lo está haciendo y logrando lo que en su día califiqué como relación “mantis religiosa”, en la que ya sabemos cómo acaba el macho después del apareamiento. En ello andan.

Sin embargo, en el caso de VOX, ese fantasma del pasado con el que se ha nutrido y sigue nutriendo a parte de la ideología más a la izquierda y el uso acertado (desde un punto de vista de estrategia política, por supuesto), de relacionarlo con la ultraderecha (parte de culpa la ha tenido la propia formación en su relación con otras fuerzas europeas históricas de ese corte político), ha impedido en todo momento al Partido Popular hacer la misma jugada. ¿Y esto por qué?

Porque, sencillamente, en este país las elecciones las ganará siempre el que consiga atraer el mayor número de votos de indecisos o de un centro ideológico que se pierde en ese maniqueísmo y en esa dicotomía política y que se ve, como náufrago en medio de una tormenta, derivado a apoyar a aquél partido con el que menos pegas tenga en su discurso o, simplemente, el que represente la opción contraria al que, por su discurso o sus acciones en el Gobierno, le hayan llevado a un odio o desafección suficientes como para rechazar que siga en el poder o pueda llegar a conseguirlo.

Uno de los problemas del pensamiento dicotómico, tan propio del actual Gobierno de España, y parte de la estrategia de la izquierda, es que, cuando se producen errores en el cálculo de la defensa de uno u otro tema específico el “pifostio” que se monta es de tal envergadura que ni se aclaran entre ellos. Lo único que es capaz de unirlos es el ansia por querer seguir en el poder y el mensaje de llegar a acuerdos que van en contra de los intereses de la ciudadanía para preservar de que la demoníaca oposición no llegue a arrebatarles las riendas del poder. Así, pasamos del “no es no” al “sólo sí es sí”. Eso sí, el no es no, no lo es cuando interesa llegar a acuerdos de Gobierno con aquellos a los que menospreció y con los que prometió que no pactaría ningún Gobierno.

Y claro, dirán ustedes que no hay salida a este caos terrible y dicotómico, del sí, del no, del maniqueísmo manifiesto entre extremos ideológicos y entre partidos que intentan camuflarse entre ellos para poder recuperar sus votos perdidos. Bueno, hasta hace relativamente poco esa opción se llamaba Ciudadanos, y hace pocos años esa opción se llamaba UPyD, dos proyectos políticos que no se supieron manejar en un centro tan ajeno a esos rifirrafes y a esos discursos de odio de unos contra otros.

Es evidente que el voto de centro es el voto más deseado tanto por el PSOE como por el PP y, sin duda, no han parado de interponer trabas, instrumentar artimañas y explosionar bombas de racimo en el seno y en las bases de estas formaciones hasta que consiguieron eliminarlas. Ahí tenemos aún al PP, queriendo rematar al partido que fue de Albert Rivera, y que fue toda una amenaza a los partidos de siempre en la lucha por el poder. Nunca se estuvo más cerca y nunca se llegó tan abajo en tan poco tiempo.

Y es que, entre un extremo y otro siempre queda, como no, la elección dicotómica entre me lo llevo calentito o me voy a casita con lo puesto y a seguir luchando por sobrevivir trabajando como cualquier ciudadano para conseguir llegar a final de mes y, encima, sin el atractivo de poder tocar el poder de algún modo. Quizás el problema es que los proyectos eran de centro pero gran parte de aquellas personas elegidas para liderarlos no lo eran en absoluto. Muchos de ellos hoy en día andan repartidos entre la izquierda y la derecha. Y si no, que se lo digan a Irene Lozano o a Toni Cantó. Todo por la patria, la de la república independiente de los intereses propios. Demasiado bien nos va.

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