Momentos de playa

Nos encontramos en periodos en los que el calor aprieta. Sí, es verano y esto es sinónimo de momento de playa. Como en Madrid carecemos de ella, puse rumbo a la cordillera cantábrica. Desconectar de la rutina de los estudios y de la gran ciudad con sus contaminaciones era uno de los objetivos. Estamos a fin de semana y el destino puntual que elegí para disfrutar de los días de playa sería el País Vasco. Una vez traspasadas las fronteras vascas, opté por acudir a la provincia de Vizcaya, concretamente a la Playa de la Arena, situada en Ciérvana. El calor aquí no apretaba en exceso, tal y como lo haría en la capital de España. Ahora tocaba desconectar de todo lo relacionado con los madriles y disfrutar en todos los sentidos de los paisajes playeros. La rutina hay que dejarla de lado, el placer y todo lo que le continúa… ¡jamás!

Ya dentro de la superficie playera, me dispuse a desnudarme hasta quedar únicamente con un bañador. Mi objeto de deseo tenía ganas de mambo. La zona por la que me decanté se encontraba al lado de unos matorrales. A cien metros estaba la entrada al agua. Una vez me coloqué el bañador, lo siguiente que tocaba era colocar la sombrilla y, posteriormente, la toalla. Una vez puesto todo en su lugar, tenía la necesidad de culturizarme. Fue en ese mismo instante, cuando me puse a leer un libro de género erótico. El título es abismalmente placentero y el autor alguien conocido en un futuro no muy lejano. Una vez leídos los primeros capítulos de la novela, las ansias de deseo crecían en mi interior. Tenía la necesidad imperiosa de encontrar una vasca con la que gozar, una que consiga quitar los calores que habitan en mi cuerpo.

Sigo tumbado en la toalla, con la novela en la mano y apelando a la imaginación, mientras me imagino por un momento que soy el personaje protagonista que estaba leyendo. Justo cuando la hoja del libro indicaba el inicio del capítulo 5, en la distancia, observo detenidamente que una mujer se acercaba poco a poco al lugar en el que yo me ubicaba. Ya a escasos metros pude observar tanto su rostro como la silueta de su escultural cuerpo. Ella era una mujer de mediana edad, con bañador atrevido y que contaba con un moreno de solárium. Tampoco era descartable que fuese una habitual de las playas del Cantábrico, o quién sabe si era ‘catadora’ de playas españolas oficial, que todo puede ser. La tenía aproximadamente a 20 metros de mí y pude apreciar con mi vista aquel instante en el que colocaba su enorme sombrilla. El siguiente objeto que colocaría encima de la arena sería una toalla inmensa con colores, al más puro estilo Agatha Ruiz de la Prada. Sin lugar a duda, podría decirse que era una mujer con clase, además de despampanante. Ahora era el momento de planificar una estrategia con la finalidad de llamar su atención.

Hacía minutos que había dejado de leer la novela que tan entretenido me tenía. La aparición en escena de esa mujer provocó que mis cinco sentidos apuntaran a su persona. Distracción inminente. La necesidad de disfrutar de su cuerpo predominaba en mí por encima de cualquier otra cosa. Ya encontré la manera de atraer su atención. La estrategia electa fue la de coger un bote de leche solar de mi mochila, para intentar interactuar con ella. Saber romper el hielo es fundamental: el éxito de la misión radica en lo que suceda en los primeros diálogos. De estar tumbado pasé a levantarme. Ya era el momento de acudir donde ella se encontraba. Al tenerla a poco menos de un metro, le saqué una sonrisa. Posteriormente, le pedí que me pusiera la crema por el cuerpo, puesto que estaba solo. Ella accedió sin problemas. Acudir a un lugar como este sin estar con nadie tiene sus ventajas. Y mientras recorría con sus manos toda mi espalda… comenzamos a dialogar.

Su nombre era Eztizen, oriunda de Ondarroa, un pueblo pesquero ubicado en la misma provincia en la que nos encontrábamos. Su edad era de 28 y bien llevados, por cierto. A su físico le acompañaban unos dedos de pianista que, cada vez que los pasaba por mi espalda, más lograba excitarme. En cuanto a su voz, era melódica al mismo tiempo que inspiraba confianza. El conjunto de ella hacía que a mí me entraran las ganas de recorrer todo su cuerpo, pero completamente desnudo, de arriba abajo, sin parar, pero no solo lo haría con los dedos sino que también con mis labios… y algo más.

Al cabo de quince minutos y, nada más terminar ella de darme la crema, me ofrecí “desinteresadamente” a corresponderla de igual manera.Intuía que la propia Eztizen, al haber llegado hace poco más de media hora al recinto playero, carecería de la protección solar oportuna en todo su cuerpo. Y así fue, puesto que, al ofrecerme para echársela yo,  accedió a escasos segundos, acompañando a su receptividad con una tímida sonrisa.Mi plan para engatusar a la joven vasca estaba poco a poco saliendo.

Una vez que Eztizen se tumbó boca abajo en su toalla, pringué mis manos con crema solar para, posteriormente, recorrer cada parte de su cuerpo. Lo primero que ‘protegí’ fue su cuello. A continuación, mis manos viajarían de esa zona norte a la central en la que se encontraba su espalda y, una vez cubierta esa zona con crema, la siguiente que cubriría con la protección solar sería las piernas. Temporalmente quise evitar masajear su trasero, ya que esa línea roja, por el momento, no debía cruzarla, hasta que el semáforo de su voz se pusiera verde en forma de suspiro o gemido.

Mientras recorría toda su silueta con las yemas de los dedos, para ayudar a que mi plan tuviera éxito, lo complementé charlando con ella. Me dedicaba a jugar con el tono y el timbre de mi voz, en cada frase con la que interactuaba. Sabía que mi voz, además de mi cuerpo escultural, resultaban atractivos para las féminas y tenía que aprovechar ese don que Dios me dio y que espero mantener hasta el fin de mis días, cuando la vejez y la muerte toquen a mi puerta.

Los minutos pasaban y veía cómo poco a poco Eztizen iba cayendo en mi trampa sensual. Percibía como poco a poco ella cambiaba tanto el timbre como el tono, según iba moviendo mis manos por su cuerpo. La sensualidad iba rodeando su mente, algo que podía intuir. Ahora era el momento de masajear su trasero y lo que lo rodeaba, para que el tono suave y bajito se convirtiera en pequeños gemidos. No llevaba ni tan siquiera cinco minutos de masajear su pompis, que la propia Eztizen acabó dándose la vuelta. Su mirada se cruzaba con la mía y en ese instante fue cuando comencé a besar sus labios como si no hubiera un mañana.

Los besos iban aumentando la velocidad y la excitación que teníamos ambos iba in crescendo con cada acción que realizábamos. Tanto fue así, que me llevé a la joven vasca a los matorrales, situados al lado de mi toalla, y ahí juntos nos dedicamos a gozar sin que nadie nos viera. Las posturas eran varias, los tonos de los gemidos variaban según la velocidad. La media hora con la que juntos disfrutamos del acto carnal espero que ella jamás la llegue a olvidar.

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