Mascotas y cascotes

Publiqué, hace ya muchos años, un artículo titulado Animalario. En él decía que no es el amor a los animales lo que te certifica como el mejor ser humano. Desde luego, alguien que envenena al perro del vecino no merece mis simpatías, cierto, pero puse como ejemplo a Hitler, que se desvivía por Blondi, su pastor alemán, a la par que gaseaba gente. ¡En buena hora se me ocurrió escribir tal felonía! Era rigurosamente cierto, pero no me estaba permitido decirlo. Una lectora argentina, furiosa contra mí, me llamó “miserable” y decidió castigarme con su olvido, ignorándome a perpetuidad. Yo no salía de mi asombro. Para resarcirme, escribí después Bestiario. Recogía las lindezas que el hombre ha encontrado en el reino animal: desde llamar vaca a una mujer gorda, hasta buitre, hiena o hijo de perra a cualquier hijo de vecino. Fue divertido, aunque supongo que mi censora no se enteró.

Hoy ya no hablamos de animales (ánima-alma) sino de mascotas. Quizá la razón sea aquella argumentación mía. Los bichos feos, o amenazantes, o repugnantes, no son santos de devoción masiva. Piense en el bocado espléndido que sería usted para un caimán hambriento. Los animales de compañía son, sobre todo, perros y gatos. Ya se habla de perrhijos y gathijos. Yo misma escuché a una mujer de cierta edad (acompañada de su pareja masculina) decirle a su perrita: ¡cariño, vete con papi! Al hombre, supongo, le parecerá correcto y hasta “natural”. Por tanto, ella era la mami de Lulú o Frufrú. Hace días un twittero se mostraba muy molesto: la perra de un conocido había parido su camada y el tipo celebraba haber tenido “nietos”. Lo más curioso del caso fue las reacciones que suscitó el tweet. Nadie (o casi nadie) entendía el exceso que se denunciaba. Se contaban por docenas las personas que le reprochaban una supuesta ignorancia, o tara moral, asegurando que su perro (o su gato) eran un miembro más de la familia.

No seré yo quien dude de hasta qué punto un animal puede ser importante en la vida de una persona. Nosotros somos humanos y por eso nos imponemos ciertos códigos de conducta, y no al revés. No en vano soy de una generación que todavía leía Platero y yo. Y eso que el pobre era sólo un humilde burro. Hablando de burros, existió una asociación que los protegía. La reina Sofía, si la memoria no me falla, amadrinaba la iniciativa. Se declaraba amante del Equus asinus, animal de carga donde los haya habido. Te llaman jumento para insultarte o dices que “trabajas como un burro”. Hay personas que se declaran “animalistas”, así, en general. Incluso existe algún partido político que se define de la misma forma. Son los dignos sucesores de San Francisco de Asís, eso sí, dotados de un desarrollado instinto para olfatear subvenciones.

Alegan los dueños de los perros (los gatos van en su cestita) que todo son trabas y problemas. No pueden inscribirse en cualquier hotel y en verano está prohibido llevarlos a las playas. En los paseos, cuando se cruzan, se tiran unos a otros ladrando y enseñando los dientes, mientras sus sufridos “papis” tiran de las correas para separarlos. Piensen, pues, en una playa urbana en plena canícula. Traten de imaginar quinientos perros en los arenales. Eso por no añadir que el calor los hace polvo. Se puede tener perro y ser corto de mollera.

Es tan perrhijo el chucho, que está incluido en el régimen de custodia. En caso de separación, algunas parejas eligen la compartida. Es decir, Lulú o Frufrú van quince días con papi y otros quince con mami. A las duras y a las maduras. Una animalista convencida es Ione Belarra. Supongo que no necesita presentación la ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030, de Unidas Podemos. Ha redactado y aprobado una ley de bienestar animal que ya acumula 6000 alegaciones y un informe en contra de la Comisión Nacional de Mercados y la Competencia. Parece que el articulado no le gusta ni a ella. Exige esta hija de Malthus la esterilización de las mascotas “para su bienestar”. También hacer un cursillo que asegure una correcta crianza. Además hay que suscribir un seguro por cada perro. Es aquello de “mejor ser perro de rico que hijo de pobre”.

La mascota es un ser animado que se acerca, en cierto modo, a un juguete caro o a un hijo adoptivo de bajo coste. No sé si Yolanda Díaz propondrá una cestita con precio topado, de comida perruna y gatuna, pero que no sea gourmet. Hay hoteles para dejar al perro o al gato, si te marchas, y peluquerías. Quienes los abandonan son los que los adoptaron y no gente como yo. Leyendo un artículo sobre “por qué esterilizar a tu perro” me encuentro con 10 razones. El autor admite que el animal vive “en un entorno humanizado y acotado a la función de ser nuestros compañeros”. Señala que aminoramos su ansiedad, que prevenimos trastornos psicológicos a las hembras, que evitamos problemas de próstata a los machos. Y es que legislaciones como la de Belarra son los cascotes de partidos (y sociedades) en caída libre.

Sé muy bien cuánto quiso Antonio Gala a Troylo. En 2013 ya declaró “los perros han sido mis verdaderos hijos”, aunque hijos no tuvo. También sé que mi postura es impopular, pero no me importa. Entre un hijo y un perro hay ciertas diferencias. El perro es el siervo y el dueño es el señor. Aunque lo muelan a palos, siempre vuelve. No va al instituto ni trae malas o buenas notas. No tendrá sus propias ideas políticas. Frufrú no se nos casa ni se va de Erasmus. Tampoco se pone un piercing en la nariz ni se tatúa medio cuerpo. Parece que ya hay más perros que niños, al menos en España. Algún iluminado vendrá que los haga escolarizar.

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3 Comments

  1. Los ladridos en los edificios de pisos pueden ser una pesadilla, pero no diga usted nada… Bravo, Chamadoira. Siga escribiendo y no nos deje…

  2. Yo lo siento, pero tengo que decir que la sensación que me produce este artículo es que está escrito por una persona que no ama a los animales, sin que hable mal de ellos. En muchas cosas tiene razón, pero se nota que nunca tuvo perro, gato o «mascota». ¿Me equivoco?

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