La importancia de una lata de sardinas

Hoy, emulando las innumerables retretas cuartelarias pasadas frente a las compañías junto a decenas de jóvenes envueltos en el uniforme de las noches frías vitorianas, que, tras la lectura de la minuta, y los servicios para mañana, y con un ritmo endiablado, se leían las efemérides del día, que, como todas, arrancaban con la siguiente entradilla “tal día como hoy el glorioso…etc”. 

El párrafo anterior, para la inmensa mayoría de la juventud, les suena a chino. Nunca han pasado frío extremo o calor asfixiante sin poder ni rechistar. Tampoco han tenido el privilegio de compartir en la camareta unos pedazos de embutido y pan o unas sobreestimadas sardinas en la lata engullidas antes del toque de silencio y el consiguiente apagado de luces.

La vida gracias a Dios y a pesar de los problemas habituales de la existencia, se dispone de una red familiar que amortigua cualquier caída, o simple traspiés. Tenemos unos padres y abuelos que ahogan con esfuerzo las necesidades de sus vástagos, sin dejarles nunca llegar al límite y así escatimando la conciencia de lo que son capaces de hacer por ellos mismos, sin ayuda de nadie.

Esta pista de circo con red, conlleva personas débiles y egoístas con escasa resiliencia, pero con una verborrea incontinente en la crítica hacía lo sucedido en el pasado. Son incapaces de poner en valor, ni contextualizar hechos muy difíciles de realizar en el pasado. El trabajo de aunar las voluntades de diferentes familias.

Como en la camareta, cada uno tenía un carácter, venían de lugares distintos, compartían diferentes costumbres e incluso culturas, pero la igualdad en la necesidad, la uniformidad que elimina las clases sociales y, la soledad acompañada por el camarada, facilitaba la supervivencia llenando los huecos de calor humanos dejados en casa, además de agudizar el ingenio colectivo para achicar el rigor del día a día.

Lejos de los cuarteles, en una época cercana de nuestra historia, también se juntaron en una camareta unos soldados ya ‘talluditos’, que tenían que ponerse de acuerdo para dar un giro democrático a todo un país no muy acostumbrado a ello. Eran personas muy diferentes, cada uno marcado en la piel por pasados odios que los enfrentaron.

Como de la lata de sardinas, nada más disponían de una única oportunidad para ponerse de acuerdo a la hora de abrir el camino bordeado de minas a seguir. Una larga distancia que transitaba a una democracia real, a una monarquía representativa, a un estado de derecho. Costó mucho obtenerlo y fue sin lugar a dudas, un ejemplo mundial a seguir. No obstante, los jóvenes herederos bien aposentados en el sofá de los padres, se permiten denostar una senda que, sin ella, no les habría permitido opinar tan alegremente desde la ingratitud. 

Hoy, 15 de diciembre, deberíamos celebrar que, aquella gente hace justo cuarenta años, un día como lograron que se votara libremente el paso del régimen anterior a la democracia sin un baño de sangre de por medio para variar. Era 1976, y ahí culmina el trabajo. Ese día se licenció al pueblo español y no es de recibo el olvido de este día, ni el de entre otras personas a: Adolfo Suarez, Santiago Carrillo, Torcuato Fernández Miranda, Manuel Fraga, Gutiérrez Mellado, Monseñor Tarancón, Miquel Roca, y Miguel Primo de Rivera, que consiguió que los procuradores en cortes se hicieran el harakiri con la ley para la reforma democrática, estos son una pequeña muestra de los tejedores en tablero de encaje de bolillos que fue la transición.

Pero, si hay un protagonista, este es el Rey Juan Carlos I que, con ocho años, fue el recluta más joven en incorporarse al cuartel de la futura democracia. Él junto a los anteriores compartieron camareta, en plena infancia con la excusa de España, un concepto etéreo por aquel entonces para el infante. A él lo subieron en un tren entre tinieblas, muchos años desandó el camino del rencor retreta tras retreta.

El cegado egoísmo de las sociedades del primer mundo, y con la intención de no perder privilegios ni ser señalado como el diferente, la mayoría de la sociedad rema siempre a favor de la corriente, y es por ello que, los que ahora son felipistas, no hace tanto eran fervorosos juancarlistas, y una noche antes fueron franquistas hasta la médula, y algún día los leonoristas denostarán a Felipe VI

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