Y entonces la mujer postmoderna (y tras ella, siempre tras ella, el varón deconstruído), se encaramó a la altura de los tiempos. Era una altura inventada y la llamó «el progreso». Y allí se sintió empoderada. Ya nada valía si no era tan alto. Y allí, consigo misma, se autoagenció el valor de la santa palabra con que dictó parámetro de existencia.
Miró a sus espaldas, a todos aquellos que la precedían. Y llamándoles fascistas osó a corregirlos. Y corrigió entusiasmada los tiempos pasados, ebria de idea y altura. A esto «memoria histórica» llamaba…y modificó todo nombre y todo sentido, mandando callar a quien conservaba otra forma de ser desde las faldas de la montaña. Allí en esos bajos, ya nada valía… nada podía enseñarla: ella tornó su progreso en ley que regía teoría y moral desde el hoy refulgente.
Pues la cima era todo. Todo otro tiempo carecía de impronta. Ella en su gesta, lideraba los hechos, deliraba ese sueño de altura de tiempo, llenos sus ojos de luz de verdad. Y juró borrar toda ofensa… derribando cruces y estatuas y toda experiencia humana que osase a objetar.
Y creó un discurso llamándolo «ciencia». Y gritaba «¡qué viva la diferencia!», sin hacer diferencia real. Pues a la auténtica diferencia en verdad la temía…y ¿cuál era ésta? La que la contestaba, la que la cuestionaba, la que ponía en tensión su auto-condescendencia… así que no tuvo otra opción más que arrojarla a la oscura caverna, donde habita el hombre que duda, él siempre ignorante, nunca llega a su altura… y dictó que sólo en la cumbre se indica lo que vale la vida, lo que exige o no lucha…
…Y también de entre todos los prismas, cual merece atención y es real… se apropió de pronombres: ella o nosotros…o yo, la verdad. Fue conciencia y criterio jugando a poder pudiéndolo todo; jugando a saber, pues no le pesaban los siglos, llamó «democracia» a su sino, «libertad» a su molde, encarnó ser la pose de toda esperanza y humanidad. Pues si ella podía porque ella sabía, piensen ustedes ¡¿para qué los demás?!
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