Podemos: la caída de los dioses

Fue el profesor gallego Miguel Anxo Bastos quien le recordó a Juan Carlos Monedero “la ley de hierro de la oligarquía”. Podemos no podía ser un partido distinto, en virtud de esa ley infalible. Usted lo sabe, le dijo Bastos, y sabe que yo lo sé. También le advirtió, muy acertadamente, que “la revolución devora a sus hijos”.

Con la exquisita educación que lo caracteriza, Monedero dio su respuesta, repasando los estatutos: alegaba aquello de los tres salarios mínimos como tope y otras imbecilidades por el estilo. Hoy no ostenta cargo alguno, ni está Carolina Bescansa y Errejón fundó una formación nueva. ¿Qué decir de la guerrillera sureña Teresa Rodríguez?

Llevaban en el haber más de cinco millones de votos y 69 diputados. De ellos se hablaba como de una élite universitaria de superdotados que irrumpía en las Cortes. ¿Cómo consiguieron convencer, teniendo en cuenta que dibujaban el país a través de un espejo deformado? La Wikipedia recoge su “organización juvenil” con el nombre de “Rebeldía Joven”, pero aún hoy no se ha creado.

Un líder absoluto escolló en calidad de inspirador desde el principio. Lo conocí como debutante en la tertulia de una televisión considerada “facha” por él mismo. Me pregunté quién era aquel joven esquinado en la mesa del plató que hacía girar su bolígrafo. Me pareció una síntesis entre Che Guevara y Cristo después de expulsar a los mercaderes del templo. Lucía una cabellera abundante, recogida en cola de caballo. Podía pasar también por un salvaje enamorado de Pocahontas. Me sorprendió su nombre, calcado de otro fundador: ¿era una casualidad que se llamara Pablo Iglesias?

Había llegado para salvarnos, incluso de nosotros mismos. Su discurso combinaba ira, rencor e ignorancia a partes iguales. Predicaba un superestatismo liberticida, decidido a arrebatarnos hasta lo que no teníamos. Aseguraba que distraer fondos públicos era más grave que matar. Lloraba en la Carrera de San Gerónimo, cuando se estrenó como diputado. La oposición al gobierno de Rajoy iba a ser divertida, ¡muy divertida! Todo cuanto tenía que ofrecer se resumía en una frase machacona: ¡hay que echar a Mariano Rajoy! Representaba el presidente gallego el fascismo, el franquismo redivivo, las políticas de la austeridad homicida. Había que derogar leyes “mordaza”, reformas laborales, privilegios de clase. Expropiar era lícito, si se desvestía a un rico para vestir a un pobre. Amaba Cataluña, pero estaba dispuesto a dejarla marchar.

Con el tiempo Pablo Iglesias Turrión se hizo padre y cambió de residencia. No le bastó un adosado en El Viso, con un pequeño patio para dos macetas con jazmín y los niños. Galapagar casaba con los tres salarios mínimos, con el discurso anti-ricos, con su faramalla comunistoide. Se cumplía la ley de hierro de la oligarquía. Así y todo, salvaron los muebles, él y Montero, de nombre Irene. Empezaban a decepcionar a los que habían comprado la mercancía averiada en su forma más despótica y violenta. No eran más que vulgares estafadores: el género venía defectuoso de fábrica y lo sabían.

Justo cuando caían en picado (ellos y el PSOE) organizaron una boda por poderes. Fue de la noche a la mañana y sin amor. Estuvimos sin gobierno durante meses, para cabreo de los españoles. Entonces Iván Redondo movió ficha. El chico de la coleta no se lo podía creer: de arengador en Ford-Apache y La Tuerka a Vicepresidente segundo de un país con casi 50 millones de almas. En un alarde de nepotismo sin precedentes embarcó a su pareja femenina. Sería la flamante nueva ministra de Igualdad. El asamblearismo podemita se reducía a dos personas. Lo que no se le habría consentido a otros, a ellos se les toleraba. Las televisiones hacían la vista gorda o acusaban de “machismo” a los más críticos: Irene tenía derecho a su propia carrera política.

Fue un virus microscópico el que vino a salvar al salvador. Parece una paradoja, y lo es. Ya Pablo Iglesias admitió en un programa de máxima audiencia que “no tenía tanto poder” como pudieran pensar los españoles. La pregunta es: poder, ¿para qué? Había ido refinando sus chaquetas, pero nada. Se lo veía incómodo practicando la institucionalidad. El sillón le quemaba el culo porque él era el gobierno. Su único pretexto volvía a ser la barricada contra todo.

La pandemia ha paralizado el país durante más de un año. La economía está cuasi-colapsada y la ciudadanía exhausta. Las medidas que se tomarán (y las que no se tomaron) harán temblar nuestros cimientos. Unidas Podemos ya no tendrá dónde esconderse.

Entonces se cruza en su cielo encapotado una estrella rutilante. Una tal Isabel (como la de Castilla) convoca elecciones para gobernar la Villa y Corte. La fiera que Pablo lleva dentro se despierta de su letargo. El Consejo de Ministros resultó un dardo con narcótico. Es la llamada de la selva, prostática, testosterónica, testicular. Va a encerrar a la damisela en la cárcel “a cojones”. Ella amenaza, nos dice, con el fascismo a las puertas: los amigos gay de Pablo huirán a Valencia, si sigue gobernando Madrid quien ya la gobierna. El resto de su arenga es palabrería fina. Que si todos y todas, que si “de una puñetera vez”, que si se va a librar la batalla de Verdún. Subraya el ingreso mínimo vital, porque nunca antes han existido los subsidios. Señala a la “derecha trumpista” como si esto fuera Arkansas, Texas o Nueva York. A sus adversarios les dedica unos cuantos elogios: parásitos de la corrupción, delincuentes, criminales. El resultado que arrojen las urnas será “un asalto a Madrid” que él debe frenar y que no aceptará. Es un Dios Todopoderoso que tiene el detalle de tutearnos. Antes de acabar, nombra sucesoras, con “a”. Si pudiera, colocaría a Yolanda Díaz como la primera presidente de España, también “a cojones”. Además promociona a otra de sus protegées,  Ione Belarra, un dechado de vicisitudes. Él se va, allí donde es más inútil. ¡Gracias, Pablo, por tu sacrificio!, le gritan sus fans en Twitter. Ofrece su moño de haute coiffure, sus puños, su corazón tierno. Lo hace con humildad (¡ay!) y con captura de pantalla. El Mesías ha vuelto, ¡hosanna! Pasará de este mundo al otro atravesando una puerta giratoria

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