Con faldas y a lo loco

Tengo una hermana muy entusiasta del traje de gala escocés, cuya falda es conocida como kilt. Los caballeros así vestidos (pensemos en Sean Connery) le parecen el colmo de la elegancia y la distinción. Por estos lares, las chicas (también en su versión uniforme del colegio) llevaron una prenda similar como parte de la moda imperante y, por tanto, efímera. Los hombres han usado pantalón fabricado con ese tejido, generalmente tachados de dandis o excéntricos (y soportando las risitas de los mirones), aderezando su cuello con la simpática pajarita.

El atuendo escocés al que me refiero se reserva para celebraciones y actos solemnes, gaiteros aparte. En otras zonas del mundo, la llamada “falda masculina” forma parte del ADN nacional. Es el caso del sarong polinesio (y de otras islas del Pacífico), el dhoti indio, el kikoi africano o la fustanela griega. Más aún: la chilaba marroquí, el kimono japonés o el caftán oriental. Aquí las únicas “faldas masculinas” se usan en el ámbito eclesiástico. Los sacerdotes arrastran airosos sus sotanas y casullas, por encima del pantalón. Los monjes se cubren con “vestidos” de la cabeza a los pies, así como los miembros de otras órdenes religiosas llevan “hábitos” con capucha. Monjas y curas, por tanto, son unisex.

No es raro que un caballero se vista ambiguamente, sobre todo en el mundo del espectáculo. Fue la revolución francesa la que acabó con el emperifollamiento (tipo pavo real) masculino. Ellos habían gustado de tacones, (indispensables en el flamenco), lazos, pelucas empolvadas y chorreras. El igualitarismo uniformador se impuso a golpe de guillotina. La pregunta es: ¿dónde y cuándo se selló, pues, eso que llaman “heteropatriarcado” en la moda? No pudo ser en la Prehistoria, entre dos machos cubiertos con piel de bisonte, decididos a fastidiarlas a ellas. En la cuestión que nos ocupa, va a ser difícil determinar opresor y oprimida, más allá de un nuevo mainstream, obsesionado con una igualdad ramplona y la sexualidad líquida.

En Alemania se pasea con falda y tacón alto Mark Bryan. Es un ingeniero de 62 años, nacido en los EEUU, y afirma estar felizmente casado con su esposa. Su caso encaja en una cruzada que pretendería “acabar con los estereotipos de género en la ropa”, aunque da la impresión de ser una figura montada con dos mitades heterogéneas. Bryan “solo” ejerce la subversión de cintura para abajo. De cintura para arriba viste camisas, corbata y americanas con solapa, para los galones. Hay mujeres que hacen lo mismo con el peinado: por un lado, el cabello cae sedoso y, por el otro, se ve rapado, en una especie de hermafroditismo.

Aquí, en España, se produjo “un incidente” que avanza en forma de efeméride reivindicativa. Un instagramer jovencito (y quizá deseoso de popularidad) saltó a las redes, alegando trato vejatorio en el instituto. Haciéndose eco de “movimientos feministas” en otros países, entró en el recinto con una faldita corta, propiedad de una amiga, embutida sobre un pantalón, pues hacía frío. En un momento sintió calor y descubrió las piernas. Al parecer, su profesora lo derivó al departamento de orientación, aunque él dice “al psicólogo” despectivamente, en el sentido de “loquero”. El chaval, de nombre Mikel Gómez, estaba ofendidísimo. Claro, hay que ponerse en el lugar de la docente. Pudo pensar en un “conflicto trans latente”, ¿por qué no? Con buen criterio, le ofreció ayuda. Ese día Mikel había pedido a sus compañeras que llevaran falda, para apoyarlo. Se apuntaron al favor como cheerleaders, llevando una prenda “femenina” que no acostumbraban a usar. Al calificar su reivindicación como “feminista”, parece que la justificaba como un intento de bajarlas a ellas de la cruz y no tanto como libertad para él. Está debidamente aleccionado en no adscribirse a un género, aunque, de hacerlo, se definiría como “tío”.  O sea, es un hombre, pero no debe decirlo. Ignoro si ha repetido la hazaña o si acaso se le ha humedecido la munición.

Faltó tiempo para que simularan que se organizaba la de San Quintín. Mikel estaba encantado de conocerse, sacudiéndose el tupé mientras narraba lo sucedido. Después el debate saltó a las familias, ¡cristo que te crio! Y así sucesivamente. Por todas partes grupos de estudiantes salieron al patio del instituto, incluso con el jefe de estudios o el director de turno a la cabeza. Fue una performance de apoyo al pobre instagramer. Los chicos llevaban trapillos más bien largos, plisados, lisos, arrugados o planchados. El estilismo fracasaba estrepitosamente “por forzado”.

La reivindicación se fue extendiendo y llegó a las autoridades locales, envasada en un claro lote ideológico. Más que vestirse, nuestros representantes se disfrazaron. Es lo que en Galicia se entiende por “ir de bascalleiro” en el carnaval. No se lo toman en serio, como Mark Bryan. Hay firmas que ya lanzan al mercado “la falda para hombres”. Que vayan, pues, a comprar, ¿qué es eso de pedir la ropa a las amigas? No acaban de convencer estos vanguarderos tan enrollaos, oportunistas para todo. Su manifiesto no pasa de teatrillo cutre para ilustrar “las nuevas masculinidades”. Las mujeres pueden vestirse “de varón”, con corbata incluida. Esa no es una razón que aduce el feminismo para darse por satisfecho. Hay, por tanto, una doble norma consuetudinaria: a ellos se les proscribe la falda, y la falda se les prescribe solo a ellas y en contadas ocasiones. Se superó este debate en el seno del ejército, definido como “rechazo a la falda” impuesta a las soldados. Ya no es obligatoria en los cócteles de las embajadas y actos sociales. La difunta Carmen Chacón desfiló con esmoquin, el día de la Pascua Militar, pero mucho ojito con la destrucción ética que puede suponer el estado como único referente moral.

Aquí está en juego la libertad individual, en diálogo con tradiciones siempre en evolución, industria textil, diferencias anatómicas. Se puede estigmatizar a un joven con pantalón, por pijo, y un tutú convertiría a una vieja en una Baby Jane. Afirmar que un hombre está “más seguro de su sexualidad” por llevar falda es como decir que una mujer se sabe heterosexual porque juega al parchís. Tampoco es un alienado, si no le apetece intercambiar las medias con su mujer. El igualitarismo no entraña casi nunca más justicia. Pensemos en el uniforme “Mao” de la llamada “Gran Revolución Cultural” china. Una cosa es la conquista apetecida y otra muy distinta definir como problema el statu quo. La sociedad se parece cada vez más a un campo de reeducación.

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