Sobre Rocío se pueden formar dos proposiciones:
Primera: Rocío es una mujer.
Segunda: Rocío es un nombre masculino.
Ambas son verdaderas. La verdad de cada una es independiente de la verdad de la otra, de tal modo que una podría ser verdadera y la otra falsa y al revés. Pero no hablan de lo mismo. El sujeto de la primera se refiere a una mujer real, muy real y muy mujer, como bien sabe Manuel. El de la segunda se refiere a la categoría gramatical de género. Es sabido que los géneros en español son cinco. A Rocío le ha tocado el masculino, algo que no tiene nada que ver con ella. Las categorías gramaticales son construcciones de la razón para que pueda entender el mundo un animal, el hombre, que no puede vivir de otro modo. Pero tales construcciones no salen de la razón. No se confunda entonces a Rocío con nada de eso.
Manuel no está enamorado de una categoría gramatical, sino de una mujer de nombre Rocío. Más de cuarenta años lleva compartiendo con ella vida, amores y afanes, de donde han brotado nueve hijos. Los dos han tejido alrededor de sí una complicidad íntima a base de miradas, palabras, hechos y amores compartidos. Han aprendido que todo lo que completa a una persona es bueno y que en cuestión sexual uno se completa en una y una en uno, lo cual es peligroso, porque son dos voluntades distintas. Pero la vida es un riesgo alegre que desemboca en la muerte. Lo que importa es hacerlo bien.
Un ser humano es así. Con los elementos físicos propios o ajenos puede convertirse en algo más que un hombre, un dios, o en menos que un hombre, una bestia, como digo el insigne estagirita. Con las manos puede tocar un nocturno de Chopin o asesinar a alguien. Con el sexo puede obrar siguiendo a Sade o Masoch, o bien, como Sartre y Simone de Beauvoir, llegar a un acuerdo por el que él podía tener todas las conquistas sexuales posibles y ella ser testigo de las mismas, al tiempo que podría disfrutar de las propias conquistas, casi siempre otras mujeres. También puede defender, como ellos, la pedofilia. O, en lugar de todo esto, es posible hacer lo que Rocío y Manuel: completarse uno en otro, amarse, tener hijos por los que sentir desvelos, vivir juntos esta vida.
Pero siempre hay que partir de lo que la realidad biológica o física otorga, porque no somos espíritus puros. No obstante, el feminismo de género parece pensar que lo biológico no existe. El feminismo de género es propio de espíritus puros a juzgar por el empeño que pone en la idea de que lo real es el género y no el sexo. La gramática ha suplantado a la realidad, según su idea. El sujeto, a modo de un demiurgo o más bien de un dios que crea a partir de la nada, pone en la existencia su voluntad cambiante. La feminista de género es un ser espiritual. Lo suyo es una fe contra la realidad.
Confieso no ser capaz de entender este espiritualismo en su versión más reciente. Encuentro en el libro de J. Butler, titulado El género en disputa (página 151, Paidós, 2007) frases como: “en el marco lacaniano se considera que la identificación está asentada dentro de la disyunción binaria de “tener” o “ser” el Falo”. Un libro así es impenetrable para mí. Pero sospecho que tal vez no es que yo no entienda nada, sino que no hay nada que entender ahí.
Más cerca de mi inteligencia se encuentra El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, donde consta que no se nace mujer, sino que se llega a ser mujer. Es decir, que no es el sexo, sino el género, lo que importa. Se agrega que la mujer, un ser intermedio entre el macho y el castrado que se llama lo femenino, es algo fabricado por el capitalismo. También que de esa opresión se había librado felizmente el comunismo de Stalin y que cuando ese sistema se hubiera extendido a todo el planeta no habría hombres ni mujeres, sino trabajadores iguales entre sí.
Luego el sexo no es sexo, sino género, una imposición del modo de producción capitalista, no de la biología. De la cultura, se dice hoy. Otros dicen ahora que depende de la voluntad propia. Pero la biología es obstinada. Es harto dudoso que la sexualidad dependa en exclusiva de la cultura o de la voluntad y no tenga raíces biológicas. La antigüedad de la diferencia entre sexos se extiende más allá de varios centenares de millones de años, mucho antes de la aparición de los hominidae. El homo sapiens actual ha llegado en el último minuto del día de la evolución y le queda otro minuto escaso. Frente a esas duraciones, la de las diferencias raciales, aparecidas hace unas pocas decenas de miles de años y que tan importantes fueron en los siglos XIX y XX, no es superior al tiempo de un parpadeo.
Los cromosomas se distinguen en pares, hasta 23. El último par, el llamado X e Y, determina el sexo biológico. Los 23 están presentes en todas las células del organismo, unos 72 billones en un adulto de 1,70 y unos 70 kg. de peso. Es indudable que con nuestra dotación biológica podemos hacer muchas cosas diferentes, como he dicho más arriba. También con las cosas físicas que nos rodean. Somos capaces, por ejemplo de transformar el sonido en música. El canto del mirlo no es música para el mirlo, sino para el hombre. Para el mirlo es algo así como: “Soy el macho Ludovico y estoy dispuesto a defender este sitio”. No es un disfrute inscrito en los sonidos físicos, pero éstos son imprescindibles para que haya música. Lo mismo el sexo. En su virtud es posible provocar sufrimiento y obtener gozo. Pero tiene que haber diferenciación sexual. La feminista tradicional, como Emilia Pardo Bazán, afirmaba su feminidad y exigía que fuera reconocida y valorada, no negada ni cambiada.
El actual movimiento feminista de género es enemigo, no sucesor de aquél. Pero, sea de ello lo que fuere, no puede ser visto sino como una variedad extravagante más sobre la utilización de nuestra dotación genética. Es seguro que tendrá una vida corta, porque se opone a la realidad y ésta es tozuda. La biología te hace ser un organismo biológico dotado de una enorme capacidad de actuar sobre el medio externo y sobre ti mismo, pero esa capacidad no es ilimitada.
La feminista de género responde que la biología es fascismo encubierto. Así no hay manera de discutir.
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