El verano es esto

Somos los de la generación X quienes recordamos con nostalgia nuestros veranos de infancia. Todos guardamos un primer recuerdo de aquellos días de calor, de libertad, de juegos y risas. El verano, en mi caso, significaba cambiar el bochorno y humedad de Alicante por el agradable clima seco de una ciudad que, rodeada de sus preciosas murallas, nos recibía como hijos descarriados. Mi querida Ávila y el reencuentro con mi abuela Esmeralda junto con el perdernos por la aldea de mis padres, cercana a la ciudad.

Hay varios recuerdos que siguen en mi alma. El primero de ellos en el pueblo abulense. Una tarde de agosto en el patio con el suelo de pizarras, la vid, la higuera, la cesta de mimbre con sus caramelos de mi bisabuela, mis tres años, la casa, la cocina y su claraboya en el techo por donde entraba una tenue luz y que a mí me proporcionaba una solemnidad y respeto hacia quienes luego en la lumbre cocinaban en los pucheros. La mesa de madera que se extendía a lo lejos y en donde todos mis hermanos y yo jugábamos a comer la sopa con esas cucharas que apenas yo podía sostener.

Pero si había un momento de auténtico temor era cuando teníamos que llegar a la alcoba por aquellos altísimos escalones de madera que crujían con inquietante parsimonia a cada pisada y que debía subir llena de miedo para ir a dormir y todo eso sin pararme a mirar la puerta que había en mitad de esa escalera. Puerta que siempre pensaba que de golpe se abriría y aparecería un monstruo comeniños, o algo así. Arriba había una enorme habitación con cuatro alcobas. Cada una de ellas con su cortina que a mí se me asemejaban a silenciosos fantasmas. Sólo había una pequeña ventana que asomaba al patio posterior de la casa, a las encinas, al nogal que plantara mi padre de niño con su amigo Ángel, a los pájaros y al amanecer castellano. Y yo era feliz.

No sé si lo mío es idealizamiento de aquellos años de libertad sin límite, o el hecho de haber tenido un padre amoroso que, igual que me llevaba a borriquillo a la cama, otra tarde de julio camino de Ávila me bajara del coche en Albacete por llorar sin descanso con apenas 4 años y me dejara ahí en el arcén llena de lágrimas y mocos, mientras yo aterrada pensaba que ya y, definitivamente, me habían abandonado por los siglos de los siglos. Amen. Hoy en día hubiéramos aparecido en los periódicos y de seguro alguna de esas del feminismo casposo habría denunciado a mi padre por abandono de menores y tal. En mi adolescencia recuerdo todavía a mi querido padre decirme que tenía que haberme dejado en Albacete y no haberme recogido. Amor del bueno. Ahí aprendí lo que era la vida, quién mandaba y lo que significaba estar callada por mera supervivencia. Eso era un padre de los de antes, de los que, si había que dar un grito para que dejáramos de matarnos en el coche uno de mis hermanos y yo, pues lo hacía y fíjense sin traumas hemos crecido.

El verano, los maravillosos viajes a Ávila y mi enorme curiosidad, hicieron que acabara estudiando Turismo y dedicando mi vida a ello. Y me siento afortunada. Aunque soy una persona atípica que sabe algo de Turismo y huye de las masas. Alguien que ama el verano y el calor y acaba refugiándose en un pueblo castellano para dar largos paseos en medio de la soledad, de las eras y de la luz. Que ama el mar y solo se sumerge en el agua a primera hora del día o cuando los últimos coletazos de luz transitan en el agua. Siempre en soledad. Soy rara.

Amo el verano, pero y que me perdonen, detesto Benidorm en verano, Miami en cualquier época del año y Las Vegas y su idea de rock and roll y los frikis trasnochados. No me gusta viajar cuando todo el mundo lo hace, no miro planos y jamás llevo guías. Me gusta perderme en las grandes capitales y descubrir rincones, ventanas, catedrales, historias, miradas y sabores, pero sin mapas. Es lo que tiene haber trabajado también alguna vez de jovencita como guía acompañante. Acabé aborreciendo los grupos, grupitos y demás especímenes.

Me superan las chanclas en los hoteles, las bermudas en los aviones, las camisetas de tirantes en los paseos, los helados junto al andén del tren, los que publican Martini y copa en la costa Amalfita, el bullicio de los que beben ginebra a las 2 de la tarde y comen hamburguesa al mismo tiempo, los selfies de las parejas de enamorados en cualquier campiña francesa, las familias con los niños gritones que rodean las mesas de cualquier restaurante, los que llaman al camarero con un “oye tú”, los que exigen en la recepción del hotel una habitación con mejores vistas, las familias en la playa escuchando reguetón, las chicos depilados musculados en extremo y mostrando poco intelecto, las mujeres con los labios pintados nadando en las piscinas, las fotos del Empire State, las gafas de sol sin sonrisas, las gorras con publicidad y los que no son viajeros y sólo turistas. Soy rara.

Es lo que tiene haber vendido viajes de ensueño por todo el mundo y haber sido agente de viajes durante muchos años, que me han curtido el corazón, pero en soledad. Soy rara. Y nadie me entiende. Sigo trabajando en ese mundo que me apasiona, aunque ya no vendo viajes. El verano está hecho para descubrimientos, para disfrutar de atardeceres, de la placidez de unas merecidas vacaciones, si es posible escuchando el rumor de las olas o el replique de las campanas del reloj de la torre de la iglesia del pueblo. Soy rara. Amo escuchar sola buena música y la compañía de una conversación en silencio y con silencios. Soy urbanita y femenina en el mundo laboral pero cuando me bajo de mis tacones camino descalza siempre que puedo y me escapo a respirar en soledad. Sí, soy una rara amante del verano.

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