Viscoso, pero sabroso

El Rey León es, sin lugar a duda, una las películas más taquilleras que la factoría Disney produjo en el siglo pasado. Con un presupuesto de $45 000 000, logró recaudar $858,555,561 en todo el mundo. Millones de niños nacidos en los años 90 logramos emocionarnos (riendo, llorando, asombrándonos, preocupándonos y alegrándonos) con las aventuras de Simba y sus inseparables Timón y Pumba.

Según el hilo narrativo de la película de animación en cuestión, el felino creció con estos dos personajes tan peculiares, adoptando su asilvestrado modo de vida. Entre otras cosas, Simba no tardó en acostumbrarse a la dieta basada en coleópteros, tisanuros, ortópteros y demás invertebrados que un occidental común jamás podría imaginar, debido a no haber pisado nunca una selva ecuatorial africana.

Años más tarde, el aventurero y presentador de televisión “Bear” Grylls, nos dejaba con la boca agria y, en la mayoría de las ocasiones, con el estómago revuelto debido a su capacidad de poner nombre y apellido al sabor de cada insecto que masticaba en sus masterclasses de supervivencia al límite (El último superviviente). Independientemente de considerar o no la labor del británico como ficticia (El Rey León está claro que lo es) ambas producciones audiovisuales no han pasado desapercibidas para un servidor y al recordarlas, las estoy relacionando con los hábitos que los ingenieros sociales de la élite global nos están intentado imponer. Concretamente, con la entomofagia (dícese del consumo de insectos por parte de los humanos).

Una de las últimas ocurrencias de algún tuitero famosillo con ansias de protagonismo, ha sido la de criticar en la red social de microbloging más famosa del mundo, el “miedo de la extrema derecha a que los obliguen a comer insectos”. La fijación que tiene este periodista en cuestión con la “extrema derecha” ha llegado en ocasiones al punto de echar un capote al mismísimo Soros, dejando entrever que las acusaciones contra el especulador húngaro tienen que ver con cuestiones “antisemitas”, obviando que muchos aficionados –entre los que me incluyo- y profesionales en la materia intentamos probar o al menos usar datos fiables, relacionados con las operaciones y declaraciones de Georgie. Se me vienen a la mente, por ejemplo, las veces que Soros ha reconocido ser parte activa de la liquidación de la URSS o de cuando admitió haber ganado 1.000 millones de libras esterlinas vendiendo las divisas británicas que ni siquiera poseía. Es increíble ver como tuiteros reconocidos llegan a escribir libros en base a falacias…

Volviendo al tema que motiva el presente artículo, no podría faltar uno de los sospechosos habituales en estos temas: Bill Gates, o más conocido en el mundo antiglobalista como Guillermito Puertas. Del fundador de Microsoft es conocida, y como tal está documentada en la hemeroteca, su predilección por las hamburguesas. Cuando digo predilección, quizás me esté quedando corto, ya que el susodicho entra en una especie de éxtasis cada vez que prueba una. Pues bien, ¿creen ustedes que renunciaría a una doble extra de queso por un emparedado de insectos disecados? No creo.

Gates y su exmujer, Melinda, están considerados como los mayores propietarios de tierra cultivable en Estados Unidos y poseen el mayor número de granjas del país, repartidas en al menos 20 estados. Es curioso que a consecuencia de las políticas derivadas de la Agenda 2030 comience a hablarse de las “granjas de insectos”. Mientras, los especuladores y oligarcas invierten en las granjas tradicionales con actividades agropecuarias, cuyos productos son cada vez más considerados de lujo.

En España no nos íbamos a quedar cortos en el tema de la entomofagia. Con la excusa de que “son reglamentos, directivas o decisiones de Bruselas”, el Gobierno de Pedro Sánchez en su conjunto y de manera concreta el Ministerio de Consumo de Alberto Garzón, están allanando el camino a la agenda globalista en relación a la sustitución de los hábitos gastronómicos de toda la vida por otros que sean “más resilientes, inclusivos, tupendos y jonudos”. Al final, usted que me está leyendo y un servidor, tenemos la manía de autorregularnos la alimentación (y de darnos de vez en cuando caprichos) y eso es intolerable para los promotores de una hoja de ruta que, por favor, no me digan que es liberal, pero que avergüenza también a muchos comunistas estatalistas que, a diferencia de Garzón y sus secuaces de Podemos, han leído y estudiado el comunismo y sus autores.

Las granjas de insectos son cada vez más accesibles para el consumidor; a la vez que se les imponen trabas, hiperregulándose a las granjas tradiciones y a los mataderos que, en pleno siglo XXI, cuentan con unos controles de calidad que nada tienen que ver con los de épocas pasadas. A pesar de ello, muchos pastores todavía siguen elaborando quesos artesanales a “personas de confianza”, sorteando todo tipo de controles, en su mayoría, autonómicos.

Por cierto, muchos seguimos vivos habiendo consumido ese tipo de productos ecológicos. Lo que ocurre con el ejemplo que les acabo de poner, pasará con la industria cárnica y pesquera tradicional; se abrirá un nuevo mundo de economía sumergida o como la llaman en Hispanoamérica, economía informal. Los valientes que se atrevan a cumplir las prolijas y enrevesadas leyes que afectan al sector primario y secundario en materia animal, se verán obligados a incrementar los costes, repercutiendo (como siempre) en depreciado sueldo del consumidor.

“En 2030, no tendrás nada y serás feliz”. No tendrás un chuletón de Ávila que llevarte a la boca; pero, quizás, tampoco podrás comerte ese pollo al horno que te sirve como premio el fin de semana, después de estar entrenando en el gimnasio de lunes a viernes. En 2030, cada vez que alguien perteneciente a las nuevas generaciones de españoles visione El Rey León o El último superviviente, habrá normalizado ya la ingesta de insectos y seguirá apoyando a los que le han llevado a esa nueva normalidad tan distópica a ojos actuales, ¡pero tan normal que será entonces!

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