Genios y mediocres

Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede reconocérsele por este signo: todos los mediocres se conjuran contra él”. Esta frase fue conjugada por un genio, Jonathan Swift. Autor de «Los Viajes de Gulliver» y que resume a la perfección la eterna lucha entre la excelencia y la mediocridad.  

La excelencia sólo se consigue a través de la superación personal, el esfuerzo, la perseverancia y la determinación. Es un camino lleno de montañas y de obstáculos que deben sortearse desde la creatividad y la inteligencia. Sin la excelencia, el ser humano nunca hubiese superado la Edad Media. Su contrapunto, la mediocridad, no debe contemplarse desde su sentido peyorativo ni como algo indeseable. La mediocridad, en cualquier sociedad, es necesaria. Sin ese conformismo, sin esa estabilidad y sin esa oposición a la permanente innovación que traen los genios, no existirían pues los empleos de baja cualificación y muchos servicios que disfrutamos no existirían.

La política, como en el resto de la sociedad, la hacen las personas y en todos los partidos encontramos genios y mediocres. Equipos humanos que desarrollan sinergias con el fin de llevar unas ideas en forma de propuestas a buen puerto. Sin embargo, es en los partidos políticos donde se hace más patente una variante de la mediocridad, que caracteriza a unos individuos mediocres que, lejos de lograr la superación personal por méritos propios, buscan esa conjugación con otros de su misma cuerda para destruir al genio, que es a la que se refería Swift en la cita mencionada al comienzo de mi artículo. 

Esta es la clase de individuos que convierten el ejercicio de la política en un juego macabro de estrategias sucias, maniobras que sobrepasan, no en pocas ocasiones, el limbo de la legalidad con tal de conseguir sus objetivos. Mientras unos se someten a unas reglas comunes para todos llamada Ley, otros deciden que están por encima del bien y del mal y tratan de obtener ventaja de forma sucia y ruin. 

No importa nada, porque, en España, hay políticos malos y mediocres con solera, hemos normalizado delitos como financiación ilegal, fraude fiscal o cohecho y cuando aparece competencia en el panorama político, la estrategia no cambia: rebuscar en su pasado, articular un conjunto de falacias para su descrédito y si no existe miseria, inventarla. No importa, el descrédito inicial al que someten a la víctima suele ser mucho más caro que el peaje por restituir su honor a posteriori.

Dice el sabio refranero español «el que algo teme, algo debe». Eso llega a explicar por qué en política las cosas están como están y aquellos que, dentro de su mediocridad o su genialidad, intentan mejorar el mundo con su humilde aportación, acaban desencantados y desengañados. La moraleja es muy clara, los genios pueden cambiar el mundo con sus ideas, pero los mediocres pueden dar la estabilidad necesaria para consolidarlas. Luego está esa clase de personas que no crean ni consolidan, pero tienen un talento nato para destruir y, por alguna extraña razón y a su juicio, los culpables de los malos resultados son siempre los demás.

La clave del éxito es encontrar el punto de equilibrio y rodearte siempre de personas que, al margen de sus aptitudes, tengan unos valores humanos y morales bien arraigados y unos principios sólidos e inquebrantables. Esos son el motor del mundo, el resto son, en el mejor de los casos, el aceite que hay que cambiar cada año si no queremos que el motor se rompa.

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