Todo tiene un precio

Todo tiene un precio, dice la filosofía popular. De esta frase lapidaria, aceptada por una mayoría aplastante de la ciudadanía, se desprenden muchas inquietantes conclusiones. Por un lado, expresa que todo se puede comprar, incluida la voluntad de las personas pero, por otra parte, indica que nada es gratis, que todo surge del interés, de la necesidad de obtener una contraprestación por aquello que se ofrece, incluso en el caso de los regalos, en el más lejano de los razonamientos, justificados por el interés de la satisfacción de realizarlos. Recuerdo que, con unos 15 o 16 años, en la asignatura de Filosofía en bachillerato, expuse precisamente esta teoría bajo el prisma del interés, de la justificación que lleva consigo cada una de las acciones humanas. Fruto de la lógica, siempre que decidimos hacer algo sabemos qué consecuencia beneficiosa para nuestro interés u objetivo traerá consigo realizarla.

El problema de trasladar este principio general a la sociedad se produce cuando hablamos de límites morales que impiden a las personas pagar el precio que supone obtener ciertos beneficios. La moralidad, no podemos olvidar, no siempre está ligada a la legalidad. Así pues, alguien puede decidir no aceptar un trato o un beneficio en un momento dado porque sabe que, de hacerlo, podría perjudicar a terceros o podría suponer un privilegio sobre el resto que no está dispuesto a asumir. Ya lo dijo Séneca, lo que no prohíban las leyes debe prohibirlo la honestidad. Sobre esto habría que hacer todo un análisis social de la evolución de estos límites y, posiblemente, nos sorprenderíamos de cómo se han rebajado los límites. Ya comenté en algún que otro artículo cuánto de moda está aquello de quiénes piensan que si no se lo llevan ellos se lo llevarán otros y que para que se lo lleven otros mejor se lo llevan ellos. Esto no sólo tiene que ver con una desmoralización de los actos de egoísmo, sino también con una falta absoluta de civismo y de valores que podemos verlos reflejados continuamente en la gente que nos rodea, especialmente las nuevas generaciones.

Incluso el aparente altruismo se ha convertido, para demasiados, en un método para venderse como buena persona y, hasta incluso, mecanismo para triunfar en redes sociales adquiriendo beneficios muy superiores al presunto buenismo que aparentemente les lleva a publicar cómo ayudan a la gente que parece necesitarlo. Curioso que, en no demasiadas ocasiones, esa ayuda consiste no en dar de comer al que no tiene sino en comprar un móvil de última generación a gente joven.

Perdónenme si me salgo por los cerros de Úbeda hoy, pero es complicado entender lo que está sucediendo en el ámbito político en España sin entender esta serie de conceptos que, unidos al que, insisto, se ha convertido en el paradigma político de los últimos años, el aparentar por encima del ser con el objetivo de acaparar votos y convencer predicando con lo contrario de lo que se lleva a cabo cuando se llega al poder son síntomas de un sistema que hace aguas, especialmente desde la perspectiva de una falta de cultura política que, de no existir, de seguro habría llevado a la mayoría social que tanto nombran unos y otros a mandar adonde Yolanda Díaz mandó al PP el otro día en pleno Congreso después de la intervención de aquél al que usa de sustento para mantenerse en la vicepresidencia, a pesar de que ni practica lo que promete ni rompe relaciones con su socio por hacer justo lo contrario a lo que prometieron que harían de llegar al Gobierno. Bueno, son las cosas del precio que Díaz está dispuesta a pagar por seguir donde se encuentra. Quizás por eso, cuando puede, alardea con alto tono sobre propuestas que van en la línea ideológica de su partido aunque estas, en la práctica, suponga más bien lo contrario de lo que indica el nombre de sus siglas, más restando que sumando.

A veces, el buscar la apariencia y tomar medidas para conseguir centrar el foco de atención sobre algo puede tener consecuencias, un precio que podemos, en política, pagar todos los que no decidimos asumir esas situaciones, como el caso del reciente reconocimiento de Palestina, algo que debió de haber llegado mucho tiempo antes o algún tiempo después del actual conflicto, pero que era necesario para complacer a los socios y para aparentar en pleno revuelo producido por la campaña de apoyo al pueblo palestino en una respuesta por parte de Israel que ni ha sido justa, ni equilibrada, ni tolerable, pero que quizás no debería de considerarse como genocidio, y así lo aseguran muchos expertos en la materia. Este concepto es mucho más amplio y ajustado a unas circunstancias que no se cumplen en este caso. Es más, no es entendible que se considere en este concreto y no se haga en el caso de la invasión a Ucrania, donde sí que existe connotaciones que quizás sí encajarían más en ese concepto, aunque, evidentemente, tampoco encajaría correctamente. Eso sí, es la mejor forma de vender el conflicto redirigiendo la opinión a que una de las partes son los malos y otros son los buenos, los oprimidos, a pesar de que en nombre de estos se hayan cometido barbaridades. De cualquier modo, Israel debería de acabar definitivamente una contienda que nunca debió comenzar en la línea en la que lo ha hecho ya que podría traerle más consecuencias negativas que positivas, ya que no estaría solucionando el conflicto sino ampliándolo y creándose nuevos enemigos. Aplaudible hoy la propuesta de paz de Biden. Antes debió de llegar, y lástima que la ONU, una vez más, esté demostrado su inutilidad en casos de conflicto. Habría que pensar seriamente en la refundación de este organismo o, al menos, en la revisión de sus funciones, objetivos y organización interna.

Una vez más, me voy del tema, si es que lo hubiese. Y es que comenzaba hablando del precio de las cosas, sí. Pero lo cierto es que la propia vida, pero la política también, es muy injusta en la aplicación de los precios e, incluso, cuando pretende ser igualitaria, comete errores de bulto en los que terminan pagando las personas más inocentes. Por ejemplo, cuando se hacen políticas para beneficiar las contrataciones de mujeres se termina perjudicando a hombres, personas trabajadoras que en la mayoría de los casos jamás discriminaron a ninguna mujer, en favor de esas mujeres porque las empresas, que son las que han cometido ese tipo de discriminaciones, son además las que se terminan beneficiando obteniendo con ello beneficios fiscales o reducciones de cuotas. ¿A que visto de ese modo cambia el sentido de lo que se hace o se defiende? Esto se podría trasladar a muchas acciones de discriminación positiva y que harían plantearse si el Estado debería saltarse la igualdad en el trato para justificar la lucha contra la propia desigualdad que está persiguiendo. Y ya me estoy metiendo en charcos, si es que no lo puedo evitar.

Ahora pareciera que la oposición al Gobierno, en tropel, están centrando su labor en intentar judicializar y exponer posibles causas contra la mujer del presidente del Gobierno. Ese es el precio que la oposición está poniendo a la continuidad de la legislatura. Sinceramente, y más allá de lo que pueda suponer que la mujer de Sánchez hubiese cometido cualquier delito, esto no tendría que afectar al propio presidente, ni a su Gobierno, ni al PSOE, a no ser que se demostrara que existe una implicación de estos en una posible trama que generara en ese tráfico de influencias de Begoña Gómez. No trato, con ello, de defender a Sánchez ni a su mujer, pero si el precio de apostar por acabar con un Gobierno es lo que hasta el momento hay sobre la mesa en este caso creo que el aparentar de la oposición se ha trasladado más a la mesa camilla de un programa de cotilleos que a una legislatura seria, algo sintomático del momento político en el que estamos y de la caída en la trampa de los cruces de acusaciones a Ayuso y a cualquier miembro de la derecha que se mueva más de la cuenta.

Con la de temas importantes que hay sobre la mesa, con lo que le pesa a la ciudadanía la subida del IPC, con lo que les cuesta a las familias llegar a final de mes y pagar cada carro de la compra. Con lo jugoso que resulta el caso de la aprobación de la amnistía y tantas y tantas causas, aferrarse al caso de Begoña Gómez creo que es un error estratégico que busca un desgaste que, finalmente, se les podría volver en contra. Y me jugaría lo que fuera a que en el PSOE están esperando ese momento. Y hasta que no llegue Sánchez no convocará elecciones. Es, sin duda, un precio muy alto para un pescado que, aparentemente podrido, podría terminar comiéndoselo la oposición intoxicándose con él. Y si no, tiempo al tiempo.  

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