
Estados Unidos ya no levanta la antorcha de la libertad, la apaga selectivamente. Y ahora, además, lo hace con lista en mano. Una lista que no discrimina por delitos, sino por pasaportes. Donald Trump ha anunciado nuevas restricciones migratorias a ciudadanos de 19 países, entre los que se encuentran Cuba, Venezuela, Irán, Siria, Yemen, Libia, Somalia, Bielorrusia, Nigeria, Sudán, Eritrea, Myanmar, Tayikistán, Kirguistán, Corea del Norte, Irak, Afganistán, Uzbekistán y Rusia. ¿La excusa? Seguridad nacional. ¿El resultado? Una humillación institucionalizada.
Mientras se habla de amenazas, se firman decretos que afectan a madres separadas de sus hijos, estudiantes expulsados de universidades, profesionales cualificados devueltos al punto de partida como si fueran paquetes defectuosos. Esta medida -que no por casualidad extiende el infame veto musulmán de 2017- parece obedecer menos al sentido común y más al instinto primitivo del populismo del miedo. No se trata de terrorismo, se trata de etiquetas. No es prevención, es propaganda. Y no hay defensa legítima que justifique el castigo colectivo.
Las consecuencias diplomáticas serán, como mínimo, incómodas. Las relaciones con países africanos, de mayoría musulmana o con gobiernos adversos, se tensan al máximo. Pero el daño más profundo no se mide en embajadas ni tratados: se mide en la dignidad de miles de personas que soñaban con una oportunidad. ¿Desde cuándo castigar a un pueblo entero por su gobierno es compatible con los valores de una democracia moderna?
“La tierra de los libres” ha olvidado que fue construida, precisamente, por aquellos que huían de regímenes represivos. La estatua de la libertad parece hoy una ironía oxidada. Ese “Give me your tired, your poor” – “dame a tus cansados, a tus pobres” – ha mutado en un “no los queremos”. Y si alguien se atreve a protestar, ya tiene su etiqueta: ingenuo, antinorteamericano, cómplice del caos. Porque el relato está diseñado para que toda objeción suene a traición, y no a sentido común.
Los demócratas ya han alzado la voz: “El uso de prejuicio y odio por parte de Trump para impedir el ingreso a EE.UU. no nos hace más seguros, solo nos divide”, escribió el congresista Don Beyer. Y es cierto: no hay fortaleza que se construya levantando muros sobre principios rotos. Esta prohibición no protegerá a nadie. Solo alimentará el resentimiento, la división y la radicalización. En un mundo que ya no necesita más barreras, se fabrican unas nuevas, y se les pinta el rostro de la seguridad.
Pero no es seguridad, sino selección. Una selección brutal, arbitraria, cargada de colonialismo emocional. Porque en el fondo de esta medida no hay justicia, hay jerarquía. Y en esa jerarquía, la vida de algunos sigue valiendo más que la de otros. El sueño americano, al parecer, ya tiene aduana de almas.

Autora de Siente y vive libre, Toda la verdad y Vive con propósito, Técnico de organización en Elecnor Servicios y Proyectos, S.A.U. Fundadora y Directora de BioNeuroSalud, Especialista en Bioneuroemoción en el Enric Corbera Institute, Hipnosis clínica Reparadora Método Scharowsky, Psicosomática-Clínica con el Dr. Salomón Sellam
Una cosa es acoger trabajadores y otra convertirse en una fábrica de parados y delincuentes. Cuando el país no puede acoger a màs gente se produce una sustitución poblacional dañina