
A veces da la sensación de que, en España, la ética se mide con calculadora. Esta semana el presidente del Gobierno acudió al Senado para dar explicaciones sobre un presunto caso de sobornos a cambio de contratos públicos. Entre los titulares y las frases de manual, hubo una que se quedó vibrando en el aire como una broma involuntaria: “Nunca cantidades superiores a mil euros”.
Mil euros. Ni uno más. Como si la inmoralidad tuviera un precio mínimo de compra. Esa frase, que parecía inocente, no hizo más que revelar la enfermedad de fondo: la normalización de lo anormal, la contabilidad de la decencia, la ética convertida en tabla de Excel. No es una cuestión de partidos ni de ideologías; es una cuestión de reflejos. Si el primer impulso ante una acusación es justificar la magnitud, es que ya se ha perdido el sentido del límite.
Y lo más inquietante es que ya no sorprende. El país no se escandaliza: bosteza. Hemos visto tantos casos, tantas ruedas de prensa con gesto compungido, tantos “no consta”, “no me consta” y “no consta en el registro”, que la corrupción se ha vuelto una especie de banda sonora de fondo. Suena siempre, pero ya casi nadie la escucha.
La corrupción no se instala por la cantidad de dinero que mueve, sino por la cantidad de indiferencia que genera. Lo realmente peligroso no son los sobres, sino los silencios. El Senado volvió a ser ese escenario solemne donde la verdad se pronuncia con verbo impostado y las disculpas se reparten como folletos publicitarios. Todo suena a guion, a frase ensayada, a réplica pensada para el titular. Mientras tanto, la ciudadanía -esa palabra tan útil para los discursos y tan olvidada para las decisiones- asiste perpleja, preguntándose si la decencia es ahora una cuestión de cifras o de calendario electoral.
Mil euros. El precio simbólico de una época en la que el valor de las cosas ha sustituido al valor de los actos. Donde el “no es para tanto” se repite como conjuro. Donde la corrupción no se combate con justicia, sino con relativismo. Y así, poco a poco, se va erosionando lo invisible: la confianza, el respeto, la idea misma de que el poder debe servir y no servirse. Esa erosión no deja titulares, pero deja cicatrices. Y, cuando un país empieza a medir la ética con la misma vara con que mide los presupuestos, la dignidad se convierte en saldo contable.
No se trata de partidos, ni de nombres ni de siglas. Se trata de nosotros. De la sociedad que acepta, con un leve encogimiento de hombros, lo que antes habría provocado una tormenta. De ese hábito de “ya nada sorprende” que anestesia el juicio moral. Porque, cuando dejamos de indignarnos, el sistema deja de corregirse.
Quizás haya llegado el momento de recordar que la honestidad no necesita facturas, que la decencia no se fracciona en mensualidades y que la transparencia no se mide en euros. Y, si algo ha demostrado esta semana, es que la dignidad no se compra ni se negocia: se ejerce. Aunque a algunos, todavía, les parezca más rentable olvidarlo.
Autora de Siente y vive libre, Toda la verdad y Vive con propósito, Técnico de organización en Elecnor Servicios y Proyectos, S.A.U. Fundadora y Directora de BioNeuroSalud, Especialista en Bioneuroemoción en el Enric Corbera Institute, Hipnosis clínica Reparadora Método Scharowsky, Psicosomática-Clínica con el Dr. Salomón Sellam






Para mí mil euros no son una propina
Ni para el 99,9 % de los españoles, la inmoralidad no tiene un precio mínimo de compra. Gracias Susana. Un abrazo