Las princesas disfrazadas de Amazonas

No tengo por costumbre ser parcial cuando estoy dando clase. Esto no significa que no lleve a cabo críticas de las teorías de los autores que enseño a mis alumnos para hacerles ver un contraargumento, pues esto estimula sus pensamientos. Pero lo hago con todos los pensadores, concuerde o no con ellos personalmente.

No obstante, cada vez más compañeros de profesión me indican que no debería hacer tal cosa cuando en clase esté exponiendo la obra de Simone de Beauvoir, referente histórico del feminismo, es decir, que, según ellos, puedo tratar de rebatir a cualquier gran pensador como Aristóteles, Tomás de Aquino, Hume o Rousseau, pero he de tener cuidado si me adentro en territorio feminista. Es preocupante, y más cuando proviene de licenciados en Filosofía. 

Es, de hecho, también muy preocupante, que el planteamiento de esta filósofa se haya asumido como línea oficial de pensamiento hasta el punto de haberse institucionalizado. Es decir, que el propio Estado fomenta, defiende e impulsa estas posturas mientras ataca y censura cualquier crítica a las mismas. Creo que jamás había visto algo así, nunca. Creo que habría que remontarse a décadas atrás para hallar en Europa ejemplos similares de ortodoxia y oficialidad por parte del Estado y los gobiernos. Como licenciado en Filosofía, y devoto de esta disciplina, ciertamente me preocupa que traten de limitar así nuestra reflexión para conducirla hacia el buen-pensar. 

Lo cierto es que desde las instancias oficiales, el proyecto es claro: lo indiscutible es que la mujer constituye un tema crucial, susceptible de enfocar cualquier otro tema y dar así sentido a cualquier problema social o histórico e indiscutiblemente poco financiado. Al mismo tiempo, este análisis siempre lleva aparejado la asociación entre masculinidad y toxicidad, lo que hace necesaria una deconstrucción del varón que las propias instituciones se han de encargar de implementar a través de la publicidad, las asociaciones y la educación. 

Y aquí es donde empiezo a acordarme de Simone de Beauvoir, que tal y como están las cosas, parece ser ELLA, la verdad hecha carne, la verba. La noción estrella de su obra es la de «heterodesignación»: los varones son los que han construido históricamente la imagen y el concepto de la mujer, atribuyéndole un rol determinado y permitiendo que ser «mujer» sea una constitución ontológica y social que les es dada e impuesta por ese «otro» que es el varón a fin de perpetuar su poder (patriarcado), estructuralmente afianzado.

La revolución feminista consistiría, primero, en ganar la autonomía suficiente como para dar-se a sí mismas una definición de «mujer» ajena a la normativa hasta ahora; y de paso, desde que una tal Judith Butler, muy postmoderna, irrumpió en el panorama, deconstruir el género como tal, lo que implica negar el sexo biológico y eliminar los opuestos «lo eterno femenino» y «la masculinidad en sí». No entro aquí a valorar estos enfoques, pero sí me voy a centrar en el primero, el de la heterodesignación.

No existen pruebas, ni jamás podrá haberlas, de que los varones hayan diseñado ellos solos los parámetros ontológicos, conductuales, lingüísticos, prácticos o culturales que hayan podido definir qué es ser mujer. Estos hechos suelen ser el resultado de numerosos factores sociales e históricos en el que intervienen todos los individuos a quienes nadie en concreto les otorga papeles y funciones, sino que son consecuencia de estas coyunturas ajenas a su voluntad, pues toda sociedad en su devenir histórico es una pugna de voluntades enfrentadas que sólo a veces concuerdan.

El enfoque de Simone es tan erróneo como que no es posible considerar que existan sujetos (varones) previamente definidos (¿por quién?) cuya misión sea entonces el de definir a otros seres no constituidos aún y a los que se les otorga la realidad como “mujer». Es paradójico porque obliga a aceptar de antemano justo lo que su obra pretende demostrar. Además de ser paradójico, es absurdo, porque si los varones tuvieron esa posibilidad de repartir cargos y funciones, no parece lógico que la decisión de estos fuera contra su principio natural de autoconservación como por ejemplo: el de elegir deliberadamente ser ellos quienes fueran a las guerras a morir, quienes se arrojasen a los mares y a las estepas en post de horizontes nuevos con un sinfín de mortales peligros, el de sacrificarse los primeros en caso de desastres o ser ellos a quienes les esperaba un estilo de vida mucho más duro basado en el ejercicio físico sin descanso, el castigo mental o la represión de sentimientos y emociones. ¿Qué tipo de sujetos, supuestamente libres y dueños de la palabra, pudiendo decidir cualquier cosa, se dan a sí mismos lo peor? 

La asimetría en el reparto de funciones, trabajos y papeles llega a nuestros días. Por mucho que lo nieguen, un vistazo a nuestro alrededor nos muestra que los trabajos más peligrosos y desagradables son llevados a cabo por esos monstruos llamados hombres. Tanto es así que las pirámides demográficas muestran siempre una mayor esperanza de vida en las mujeres. ¿Quizás es que, para el Feminismo, ese es nuestro sino y debemos aceptarlo?

Los albañiles que se parten la espalda. El fontanero que va a tu casa y mete la mano en tu retrete lleno de heces para desatascarlo. El militar que es capaz de montar un hospital de campaña en pocas horas, el que trabaja en las alcantarillas, el que descarga de un camión palés haga 40 o 0 grados y se lo da a la cajera (que sin embargo son las recordadas hoy en día por el ministerio de igualdad) o el minero que se juega la vida a diario, ¿»El opresor eres tú»? Hace falta tener poca vergüenza…

Nos estamos cansando. Yo creo que ya está bien de tanto desprecio y humillación, ¿verdad? Y especialmente, las mujeres feministas no pueden denunciar la injusticia de la heterodesignación y acto seguido ponerse a escribir sobre lo que es un hombre y sobre lo que es masculinidad tóxica…haciéndolo incluso apelando a rasgos físicos y corpóreos. Señora feminista, usted hable de sí misma, de su vagina, de su empoderamiento masturbatorio, pero deje en paz a las otras mujeres, y especialmente déjenos en paz a los hombres, porque usted no tiene ninguna legitimidad para hablar de nosotros ni de nuestros cuerpos ni de nuestro semen ni de nuestras voces ni de nuestro miembro viril ni de nuestra fuerza de trabajo ni de nuestras posturas corporales ni de nuestro cerebro ni de nada. 

Es llamativo que las instituciones y asociaciones que impulsan estas cosas se hayan centrado tanto en la denuncia, persecución y censura de cualquier punto de vista que contradiga sus designios. Por ello mismo, me resultan figurantes de princesas caprichosas. Princesas que hacen sus coreografías mentales, princesas que se ofenden si se les llevas la contraria. En definitiva, son princesas lloriqueando, aunque disfrazadas de Amazonas. 

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