Eutanasia 2.0.

Y al fin, muchos españoles hastiados y cansados de vivir, han logrado que las Cortes Generales, esas que encarnan la soberanía nacional, den a luz la primera ley que abiertamente permite, regula y garantiza el suicidio, e incluso la despenalización de la cooperación al mismo. ¡Por fin me puedo suicidar! exclaman desde el infierno quienes sufren. Razones no les faltan muy probablemente a muchos de ellos, pues estar tetrapléjicamente postrado en una cama lustro tras lustro, no se puede llamar vida. Y no lo es. Enhorabuena pues, a quienes, cansados de vivir en este mundo huérfano de inversión en amor y cuidados paliativos, tienen ya en sus manos la posibilidad de hacer las maletas para un viaje sin retorno. Lejos de lo ya conocido.

Ahora bien, no obstante la enhorabuena a sus beneficiarios, no queda exenta esta ley de numerosas grietas y peligrosas simas por las que nuestra realidad a pie de calle, precipitándose al vacío, puede acabar hecha jirones al atravesar en esa caída libre las muchas estalactitas y estalagmitas jurídicas que vertebran la misma. Analizar todas y cada una de las más controvertidas aristas de esta ley me llevaría a prácticamente hacer un doctorado (eso lo dejo para Sánchez, que es todo un experto), por lo que voy a focalizar el punto de mira en exponer las más punzantes y cortantes vertientes de este texto legal. A saber, las que a medio-largo plazo a buen seguro nos traerán ingentes titulares de prensa y dramáticos debates. Así pues, y adentrándonos en este áspero paisaje normativo que nos llevará a una muerte sin vuelta a atrás, he aquí el peregrinaje jurídico aprobado en cortes bajo el asentimiento de un pueblo que ha permitido que desemboquemos en un mundo incapaz de ser feliz, pero feliz porque se muere.

Bien, entrando ya de bruces en los avernos de esta ley y poniendo la soga alrededor de la biga, nos encontramos con el testamento vital, hallándonos ante un documento legal merced al cual, y bajo el yugo de la otrora manifiesta voluntad del enfermo en el mismo, podrá el médico sustituir la imposible manifestación de voluntad del ahora enfermo por aquella otra con la que en su momento rubricó aquellas voluntades. Dicho de otra forma: cuando el doctor no disponga de forma posible para cerciorarse de la férrea e inequívoca voluntad del enfermo para irse al otro barrio, podrá servirse de este documento testimonial, gracias al cual seguir adelante en el proceso hacia la luz.

Cabe preguntarse pues, hasta qué punto esa voluntad apriorística plasmada en un momento en el que la persona, al menos en apariencia pudiera estar con sus intactas facultades, pudo o no ser convencida y manipulada para ello, so pretexto de un futuro previsiblemente cercano en el que ya no pudiera hacerlo. Es pues, esta manifestación de voluntad otorgada en un documento de últimas voluntades cuya veracidad volitiva puede ser más que dudosa, el elemento material, de hecho, del que en no pocas ocasiones se servirán los facultativos para inyectar la última llamarada de consciencia.

Subiendo el segundo peldaño de la muerte y erguidos sobre la silla, nos encontramos de bruces con la llamada comisión de garantía y evaluación (compuesta por médicos y juristas); en principio se configura como un órgano administrativo cuya función gravita en torno a la fiscalización de ese efectivo consentimiento del enfermo narrado en el apartado anterior, o en defecto de éste y ante las dudas médicas del facultativo que le asiste, de sus últimas voluntades así como (más si cabe en un país como el nuestro , trufado de Comisiones de todo tipo, hasta para evaluar el más instintivo e íntimo acto  humano) de la trascendencia de sus padecimientos, todo ello en aras a concederse el deseo de la muerte.

Respecto a éstas, no debería suponer problema alguno su presencia entre los enfermos a excepción de que, al tratarse de órganos administrativos creados ad hoc por los gobiernos de gobierno, es inevitable pensar en que, a medio y largo plazo, puedan acabar los criterios médicos desgarrados por las zarpas de los criterios políticos. Y desde luego, y a tenor de las subrepticias políticas que el gobierno que actualmente padecemos ha proyectado sobre nuestras vidas y libertad so pretexto de la pandemia, no es bárbaro presagiar espurios motivos adornados y edulcorados con amables disposiciones legales para tomar el control sobre nuestro presente y futuro. No es nada halagüeño pensar que, si a una viciada voluntad expresada en un más que muchas veces dudoso testamento vital, le sumamos unas comisiones de garantía y evaluación susceptibles de la más absoluta politización, podemos vislumbrar en el horizonte subterráneas políticas de incentivo del suicidio, premiando por ello a quienes sin necesidad de rozar lo delictual, ayuden a construir unas últimas voluntades que posteriormente estas comisiones evalúen como estocada final de muerte.

Ascendiendo un estribo más en la psicosis e introduciendo la cabeza dentro de la soga, nos encontramos con la sacrosanta dimensión de la objeción de consciencia, regulada en el artículo 16 de ésta ley, en cuyo núcleo en efecto, se da la posibilidad al facultativo de poder alejarse de esta práctica profesional, pero bajo el yugo de un registro que las propias administraciones sanitarias habrán de crear en aras a que las motivaciones de éstos díscolos médicos sean inscritas junto a sus nombres en ese registro ad hoc. En puridad la ley ofrece como posibilidad al médico abstemio, que pueda sustraerse a perder el sueño cada noche por haber ejecutado la muerte de otro hombre, al unísono en que obliga a la administración a pergeñar un registro que por muy confidencial que sea, señalará en la diana tanto a la parte discrepante del gremio, como a sus expuestas motivaciones.

Dramáticamente y ya sin vuelta atrás, apartamos violentamente la silla con los pies, y vencidos por la fuerza de la gravedad, dejamos caer nuestro cuerpo, y nos tropezamos con uno de los históricos escollos que, con esta ley sobre la mesa, ha dejado de ser tal cosa: la otrora penalización de la cooperación al suicidio a tenor del artículo 145 del código penal, el cual, con la entrada en vigor del texto recientemente aprobado, entroniza un nuevo apartado en ese precepto que, concurriendo los requisitos al efecto en esta ley, despenaliza al fin la ejecución material del hecho.

Y como corolario del imposible soslayo de una sociedad enferma que se ha convertido en el mayor de los escollos para ser felices, desembocamos en un artículo 13 ante la gratuidad de este servicio de suicidio asistido, cuyas vicisitudes pasarán a engrosar las ya innumerables prestaciones de la Seguridad Social. No solo nos ayudarán a suicidarnos, sino que además lo harán gratuitamente. Nuestra generosa administración cubrirá, Seguridad Social mediante, todos los gastos. ¡Qué majos y buenos son! ¿verdad?

Preguntémonos, si es que somos valientes para hacerlo, cuánto le cuesta al erario público la inversión en cuidados paliativos, y cuanto la inversión en el suicidio. Quizás la respuesta nos horrorice, pero seamos valientes y preguntémonoslo. Veamos más allá de un humanismo y bondad aparentes…

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