Kokoro

Tenía un artículo preparado para debutar como colaboradora de este medio digital, pero la partida de mi padre se interpuso, y mi corazón decidió escribir otro mucho más crucial. Soy una huérfana de sesenta años, tan triste y abatida como si tuviera quince. Pero además soy una madre que acaba de perder a su bebé de ochenta y cinco. 

Vivimos en una cultura que enseña a reprimir emociones, sobre todo si son positivas. Desgraciadamente, ya no nos sorprende escuchar en los medios de comunicación todo tipo de insultos, y poco a poco lo vamos normalizando. Os propongo un ejercicio de imaginación. Pensad en cualquier personaje público, ya sea de política, deportes e incluso del terreno de la interpretación. Imaginad que sale en televisión echando flores a sus compañeros, hablando de amor o de sexo. Seguramente reiríamos y nos parecería ridículo. Como dijo John Lennon: «Vivimos en un mundo donde la gente se esconde para hacer el amor, aunque la violencia se practica a plena luz del día». No quiere esto decir que haya que estar fornicando ni realizando actos sexuales por la calle, sino que sería bueno que normalizásemos hablar de buenos sentimientos. 

Para Occidente, la raíz del ser humano está en el cerebro. El pensamiento occidental se ha basado en el análisis y aislamiento de diferentes aspectos del hombre para definirlos por sus diferencias. Sin embargo, Oriente persigue un concepto más integral que sería la unidad que resulta de la suma de cuerpo, mente y espíritu.  

La palabra xin, en chino, significa tanto corazón como mente y en la medicina tradicional china se dice que el corazón es el que manda en un ser humano. «Amo a la gente sentipensante que no separa la razón del corazón.» Esta afirmación de Eduardo Galeano está en la línea de la palabra kokoro. Para alimentar el “kokoro”, algo que podemos definir como la conciencia, es decir, una combinación de la mente, el alma y el corazón, y conseguir así una vida plena y equilibrada. Es tan simple como dar con aquello que nos hace felices y hacer de ello un estilo de vida. Entonces, ¿Por qué no cultivamos nuestro kokoro? ¿Por qué no pensamos después de escuchar a nuestro corazón y llevar paz a nuestra alma? ¿Por qué dejamos que la presión social nos impida realizar aquello que nos hace felices? ¿Por qué no hacemos de eso, que sabemos que nos hace felices, nuestro estilo de vida? 

La vida empieza a partir de los cincuenta, o al menos la mía. Entonces me di cuenta de que mi corazón tenía razón, que expresar sentimientos me viene bien, que mi alma se siente en paz cuando, después de meditar, suelta aquello que duele o pide lo que necesita o cuenta lo que le pasa. Y he comprobado que si escucho a mi conciencia y hago lo que me pide, mi felicidad está garantizada. 

La pérdida de un padre, tengas la edad que tengas, es dura. Pero si además le sumas luchar por él contra un sistema sanitario (que yo creía magnífico, pero que no lo era tanto), cuidarle a diario en casa durante un año, y verle morir reducido a un montón de huesos y pellejo, un muerto que vivía porque seguía respirando… Es devastador. Ya sé que lamentablemente desde la pandemia han muerto muchas personas, algunas de ellas muy jóvenes, y que él solo era un anciano, pero era mi padre, y ya no tengo otro.

Por ese motivo, lo rescaté de la residencia donde estaba, porque nadie me avisó de que lo encerrarían, solo, en una habitación, sin dejarle salir para nada. Hasta los criminales más sanguinarios salen al patio a respirar aire puro y tomar el sol. ¡Ah, claro!, que la residencia no tenía patio ni ningún espacio al aire libre. ¿Imagináis un colegio o guardería sin un recreo para que jueguen los niños?

Tomé la decisión urgente de sacar a mi padre de aquel horror, cuando descubrí que estaba lleno de moretones de todos los tamaños y colores. Porque según me comentó la auxiliar (como lo más natural del mundo) lo recogían casi todas las mañanas, dormidito del suelo. Lo rescaté y lo traje conmigo a mi casita de campo. Las primeras noches tuve que dormir en su cama, abrazándole para que no tuviera miedo porque tenía terrores nocturnos. A partir de ahí empezó el calvario de las llamadas al centro de salud cuando su situación empeoró.  Todas nuestras líneas están ocupadas. Por favor, inténtelo más tarde- repetía una grabación cuando tenía suerte y no comunicaba. 

Entonces tenía que coger el coche y recorrer los veinticinco quilómetros hasta el centro de salud para comprobar que el recinto estaba vacío. Otras veces tenía que ir con él al hospital general y esperar varias horas hasta ser atendidos o al menos conseguir una cita que se posponía varios meses. Estaba tan desesperada al ver que se me moría a chorro, que comencé a denunciar la situación en redes sociales. Sin embargo, por mi condición de funcionaria, tengo seguro privado y en las ocasiones que fui al hospital la única diferencia fue la mascarilla. Todas las consultas eran presenciales. 

Mientras escribo este texto me llega al teléfono un aviso de cita presencial para mi padre el 30 de abril a las 12:50, pero mi padre ya no podrá ir porque está en una urna blanca que pronto derramaremos en un agujero del jardín para que crezca un árbol precioso. Escuchando a mi kokoro, siento la necesidad de hablar de él, de que se le haga justicia por todo lo que este sistema de salud (mal llamado Seguridad Social) le ha hecho pasar. Él comenzó a trabajar a los dieciséis años en Telefónica hasta que se jubiló. Jamás lo vi enfermo, nunca en un hospital; y para una vez que lo necesita, le fallan. Las residencias de ancianos son un negocio. La sanidad es un negocio. Las farmacéuticas son un negocio. Cuándo se dará cuenta la gente de que al final no nos llevamos nada, que solo seremos apenas tres kilos de ceniza blanca. Ojalá pongamos los medios para que esta situación no vuelva a repetirse. Yo tengo bien el kokoro, ¿y tú?

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