«Maricones»

Pongamos que se llamaba Antonio (nombre ficticio en una situación real). Corría el año 1998 en Sevilla. El joven, que vivía en los aledaños de la Estación de Santa Justa con su familia, muy cercana a postulados ortodoxos de la Iglesia católica, sufría el constante acoso y la vergüenza impuesta por su orientación sexual. Una represión que lo sumía no sólo en la incomodidad de ser vigilado, controlado, de saber que tenía impuesto por genética apostólica una dirección en la vida que le era exigida y que iba muy en contra no ya de sus deseos, sino de su propia constitución como persona, de su propia naturaleza como ser humano en sus anhelos, deseos, sentimientos y naturaleza. Sí, naturaleza. Porque más allá de la pasión que pueda despertar el apetito sexual de cada uno la identidad sexual forma parte de cada ser como la capacidad de sentir hambre, sed o miedo o alegría. Y esta capacidad es tan intrínseca, forma tan profundamente parte del desarrollo personal que la libertad de poder desarrollarla va estrechamente unida a la de poder ser feliz, poder sentirse pleno, íntegro, construido en la totalidad de su potencial como ser humano.

Antonio, un mal día, después de soportar los prejuicios y juicios, sentencias y maldiciones de la sociedad y la familia que le tocó en la ruleta de la vida, no pudo más. Aquél nefasto día se precipitó al abismo erróneamente liberador de la terraza de su casa y acabó con su vida, y así con sus sueños rotos por la intolerancia, la incomprensión y la manipulación ofrecida por una ortodoxia que no respeta la voluntad del Dios al que se entregan que, ante todo, creó al hombre libre. Y en esa libertad lo creó hombre, mujer, altas, bajos, con más o menos capacidades, creó a hombres y mujeres heterosexuales, homosexuales, intersexuales… como, por cierto, también hizo con la inmensa mayoría de los animales de la Tierra.

Antonio murió aquel día. Yo viví aquella situación, ese momento, viví en aquellos tiempos por muchos olvidados y no tan lejanos en los que los homosexuales sentían tal presión que la mayoría de los locales de ocio se situaban en zonas de poco tránsito, con una puerta cerrada que sólo dejaba paso a aquellos que eran conocidos o venían con otros que sí lo eran. Eran tiempos en los que se podía ver a veces a chicos o chicas dando vueltas a una manzana intentando evitar el ojo avizor de cualquier vecino que pasase por aquel lugar en el momento en el que llamara al timbre de su liberación, aquellos en ocasiones antros en los que nadie les pedía explicaciones y podían encontrarse con otras personas que sentían y padecían la misma situación. Un lugar en el que ser ellos mismos y ellas mismas; un lugar en el que desinhibirse.

Corría sobre el año 2006, también en Sevilla, cuando Manuel (nombre ficticio) sufría intensamente la sensación de ser raro, de no encajar, de ser observado, mirado, a veces insultado. En su caso amagaba los daños que le ocasionaba su homosexualidad con el humo envenenado de unos porros que a duras penas lo apartaban de esa realidad que le marcaba su día a día. De los porros pasó a las pastillas, a intentar socializar a través de su consumo y a desinhibirse, a abandonar sus introspectivos y dañinos pensamientos. Sus padres, muy buenas personas, obviaban aparentemente su condición sexual, quizás no querían verlo o quizás él usaba el estúpido engaño de mostrar que le gustaban las chicas para no causarles lo que consideraba un duro golpe a lo que ellos esperaban de él.

En una sociedad minada por la estupidez de la máxima del qué dirán Manuel no conseguía saciar su ímpetu de sentirse normal, se rechazaba, se laceraba mentalmente, insistía en evadirse mediante cualquier método que le consiguiera olvidar su timidez, su fragilidad encubierta en un carácter aparentemente fuerte. Así esperaba quizás que llegara un príncipe mágico que desenvolviera la varita con la que borrara de su alma el dolor y la pena, las humillaciones sufridas, su timidez. Pero a la vez rechazaba esa idea cuando alguien se acercaba con los mejores propósitos porque eso hubiese significado la necesidad de exponerse definitivamente, de romper el débil caparazón bajo el que se refugiaba y, sobre todo, acabar con ese anhelo de normalidad, de sentirse alguien más, aceptado y sin miedos.

La familia tenía una casa en el campo y, un mal día, uno de esos días que nunca deberían llegar para nadie, Manuel se subió a una silla, anudó una cuerda a una viga, se la ató al cuello, y alejó para siempre de sus pies la silla que sustentaba todos sus pesares, todo su dolor e incomprensión acumulada. Manuel acabó con su vida y arrebató así al mundo su existencia, aquella que llegó a entender por lo vivido que no era lo suficientemente fuerte como para soportar el desprecio a su condición y a su libertad, a su ser.

Son sólo dos ejemplos que personalmente viví en primera persona hace años y no son los únicos. A lo largo de estos últimos tiempos ha habido políticas de concienciación, voluntad política de acabar con estas y otras situaciones en las que se han producido vejaciones, insultos, persecuciones, bulling, mobbing, agresiones, desarraigos familiares… situaciones que llevan a jóvenes y no tan jóvenes al abismo de su existencia, a la depresión o a conductas que a muchos les extrañan, sorprenden o rechazan pero que en muchas ocasiones son el producto creado por una sociedad no ya intolerante, sino indigna y vergonzosa con las libertades y derechos más elementales de estas personas.

En este ámbito son muchas las asociaciones que surgieron y crecieron al amor de la necesidad de reivindicar que se penalice, se persigan estas conductas, y que se garanticen los derechos de este colectivo. Hay partidos políticos que acusan a muchas de ellas de acaparar subvenciones, de diseñar acciones de trabajo que no tienen justificación, como si lo justificable fuese lo otro, como si no fuese necesario y urgente paliar tanto daño, tanto dolor y tanto adoctrinamiento en el odio. Sí es cierto, y en ello hay que hacer serias reflexiones a todos los niveles, que algunas de estas asociaciones, como las de cualquier ámbito, tienen fuertes connotaciones y filiaciones a algunos partidos políticos, aunque en este caso no es de extrañar al analizar lo que desde comienzos de siglo se ha trabajado en este ámbito desde las diferentes formaciones. Hay muchos que hablan de adoctrinamientos… ¿en igualdad? ¿Es un adoctrinamiento que se enseñe que hay que respetar la diversidad y la identidad de cada persona? ¿Les molesta mucho más esto que la pornografía heterosexual o incluso que las guerras…? increíble.

No es de olvidar cómo el Partido Popular se enfrentó a la Ley de matrimonio igualitario en un ataque directo a los derechos fundamentales y a la igualdad que en ámbito de lo civil debe regirnos a todos. Pero tampoco es de obviar cómo otro partido, como es Ciudadanos, que ha defendido a capa y espada los derechos del colectivo homosexual, ha sufrido en algún momento los insultos y agresiones de aquellos que tratan de politizar y argumentar desde el terreno ideológico lo que se defiende como universal, derechos fundamentales que no pertenecen ni a ideologías ni a partidos, sino que son propiedad de la misma dignidad humana y que a todos y todas nos representan.

Pero también es pertinente no obviar otra realidad que subyace en torno a otro partido en liza y que ha recibido múltiples ataques por considerar que lleva un discurso homófobo, VOX. Desde este partido argumentan ir contra todo tipo de violencia, que no atacan en ningún momento a los homosexuales y que incluso dentro de la formación hay homosexuales. En una hilarante reflexión esto me recuerda al chico de Madrid que permitió que unos desconocidos con los que mantuvo sexo y una relación de sadomasoquismo le inscribieran en su glúteo, con un bisturí, la palabra “maricón”.

No se trata de eso, no se trata de aparentar, como también hacen desde la mayoría de partidos, aquello que más se acerca a no dar a entender lo que les restaría votos de alguna manera o pudiera entrar en el precipicio de la ilegalidad de un partido. Se trata de que a estas alturas y con este pasado y estas perspectivas no se puede defender que la unión de dos personas del mismo sexo no se llame matrimonio civil porque según qué religión eso no es concebible como tal. Se trata de que no se puede hablar de que las relaciones entre personas del mismo sexo sean contra natura porque es la misma naturaleza de las personas las que lo llevan a desarrollarse como tales, no ningún aprendizaje o error de cálculo en la educación, como ocurre igualmente en la mayoría de las especies animales dónde también se da la homosexualidad.

No, no se trata de eso, no se trata de aparentar una absurda condescendencia mientras se es consciente de que la inmensa mayoría de personas que procesan un odio visceral hacia los homosexuales simpatizan con su formación política porque esto no es una casualidad. Y a ustedes esto les da igual. Ustedes se ponen de perfil y condenan el odio, obviando que quiénes sufren, quiénes llegan a acabar con su propia vida, son personas que han padecido las consecuencias de su indiferencia y de su buenismo con aquellos que piensan que los homosexuales son enfermos que deben ser sometidos a terapias. ¡Cuántos de ellos han terminado también acabando con sus propias vidas en su lucha contra su propia existencia, contra su realidad, su ser, su naturaleza, su verdad que otros les niegan!

Y es que hay algo que debe decirse también, y viene al hilo de lo de los matrimonios homosexuales que tan poco les gusta a ustedes como término, definición… y, hasta se podría decir, como término compartido con aquello que ustedes han disfrutado prácticamente toda la vida en libertad, pero sin igualdad. Esto que es necesario decir es que la libertad por la que se trabaja y se lucha va mucho más allá de las relaciones sexuales, íntimas, personales, y libres que pueda practicar cada persona en su libre derecho de hacerlo. Esa libertad es una libertad emocional que recorre la misma esencia personal pero también social, algo que sólo afecta en lo sexual a estas personas y a aquellas con las que decidan libremente mantener relaciones sexuales consentidas con personas de su mismo sexo, pero también aquellas con las que quieran tener una relación de amor, una relación en la que compartir, como ustedes tienen de siempre el derecho asistido por Ley a hacerlo. Y lo emocional de la condición intrínseca de cada ser humano nos lleva a la dignidad de cada persona y, por ende, a la dignidad de toda la Humanidad.

La dignidad humana es la base que vertebra todo derecho a la igualdad y fundamenta los mismísimos Derechos Humanos. Todos somos iguales en dignidad como seres humanos y ningún humano es ajeno al ser que lo constituye como tal. Atentar contra su ser natural es atentar contra su dignidad y contra la dignidad de todos. Durante demasiado tiempo los homosexuales tenían un problema con personas que tenían esas malas entrañas, ese odio y ese rencor. La lucha y la resistencia de muchos y de muchas ha conseguido que ahora el problema lo tengan aquellos que oprimieron, aquellos que pretenden seguir exhibiendo su hombría o supremacía a costa del dolor ajeno, obviando que detrás de cada persona hay un ser con una dignidad que nunca perderá por insultos, amenazas o agresiones. La dignidad la pierden aquellos que ejercen ese odio y aquellos que lo consienten o aplauden.

Este artículo no sólo va dedicado a Antonio, o a Manuel, sino también a Francisco, a Federico, a Juana, a Rebeca, a Lourdes, a Miguel, a Samuel… a tantos y tantos que han sido y que, por desgracia, aún son víctimas de una de las mayores indignidades que la Humanidad ha cometido a lo largo de los siglos, la homofobia.

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