Amenazados

Vivimos una época de nuestra historia en la que empezamos a acostumbrarnos a sufrir uno tras otro, embates en nuestro vivir diario. Atrás quedan tantas promesas, esa sociedad de garantías en la que lo justo era el objetivo y ha aparecido un nuevo escenario en el que lo aparente es lo correcto para beneficio de los que gobiernan o aspiran a hacerlo. Los procesos de digitalización, de control de masas a través de estudios numéricos y estadísticos y la capacidad de medios y redes de dirigir la voluntad de las masas es una de las mayores amenazas. Y como aliado siempre tienen la incultura política y una evolución social que ha tendido a un individualismo egoísta capaz de llenar sus despensas de papel higiénico o aceite de girasol a costa de dejar sin ellos al vecino.

Sin embargo, es precisamente la sucesión de una serie de otras amenazas lo que está provocando en nuestra sociedad europea un grave perjuicio en nuestra calidad de vida y en nuestras expectativas de futuro. Ya nada está garantizado, ni la salud, ni la economía… ni siquiera la paz. Y todo esto ha ido apareciendo, como a cuentagotas pero de forma muy acelerada, en los últimos años.

Tras experimentar los sinsabores de sucesivas crisis y micro crisis en nuestro sistema financiero, el terrible golpe de la pandemia por Covid 19 desestabilizó, con sus consecuencias en la salud y hasta en la vida de muchos, estas perspectivas. A modo de rifa, y desde el desconocimiento y el pánico fuimos aceptando que ni siquiera aquellos que nos dirigían políticamente estaban ni seguros ni acertados en sus decisiones… por no hablar de las mentiras y el uso partidista que unos y otros hicieron con acusaciones cruzadas sobre la gestión de la crisis sanitaria. Las fuertes medidas que tenían por objetivo garantizar al máximo la seguridad y el control de la pandemia nos obligaron a confinamientos hasta la fecha desconocidos, al uso de medidas de distanciamiento social. Como ratas de laboratorio fuimos sometidos a una y otra medida ante el desconcierto general y el miedo a lo desconocido.

Apenas nos hemos recuperado de ello, ya que no se da por superada aún esta pandemia, cuando nos llega una nueva desestabilización provocada por una guerra que ya no es que nos amenace, sino que nos ha golpeado de frente en los precios de las energías y, por consiguiente, en los precios de todos los recursos, especialmente la alimentación, productos básicos de consumo. Lo que era de esperar fuese un ataque perpetrado por Putin para controlar a la vecina Ucrania y sus recursos se ha convertido en una agónica escena de una larga batalla que no sólo se vive en el suelo de este país, sino en prácticamente todo el mundo occidental. El poder ruso, con su geopolítica, cultivada durante años y en batallas más que diseñadas para poder tener el control del petróleo, del gas y de algunos otros recursos energéticos, ha demostrado lo peligrosas que son las superpotencias en el mundo por la dependencia que generan al resto de Estados.

Mucho me pregunto estos días del por qué Rusia parece apostar por un desgaste de este calibre que difícilmente puede ya asumir, tanto en lo económico como en las posibles consecuencias que se derivarían de los crímenes de los que se le acusan y el desprestigio que su presidente Putin ha generado. Por desgracia, las conclusiones no son nada halagüeñas. Rusia lleva años buscando la desestabilización de Europa. Y en ello encontró un buen aliado en el anterior Presidente de los EE.UU. Donald Trump. No es casualidad el deseo de Putin de una victoria de aquél en las urnas, ni los obstáculos que el norteamericano puso a las importaciones del viejo continente, o su apoyo sin fisuras a la ruptura de Reino Unido con la Unión Europea a través del Brexit. A pesar de que Trump sigue teniendo muchos adeptos en Europa, especialmente en España, no cabe duda de que esa admiración debería limitarse más a lo ideológico respecto a su capacidad de establecer medidas patrióticas y del máximo nivel de protección y autarquía que a las consecuencias que sobre nuestros intereses pudo tener su gestión. Asuntos estos también cuestionables.

En el conflicto ucraniano los mensajes cada día suben más de tono y la amenaza sobre Europa, no sólo bélica sino también económica y social, en un momento en el que aún no se ha recuperado de los efectos de una pandemia que frustró su capacidad de producción y la debilitó sobremanera, plantea muchos interrogantes que difícilmente podrían ser respondidos si no se contemplan desde la perspectiva de un cambio absolutamente necesario en la manera en la que gestionamos nuestra Unión. En estos momentos no se trata de salir de una crisis o un cúmulo de ellas sino de salvar el barco. Europa necesita un plan energético común que sea capaz de hacer frente a la actual situación. No vale que el déficit de energía eléctrica en España, fruto en gran medida de la apuesta sostenible de reducir las plantas nucleares, se solvente con la compra de esta energía a una Francia que la genera a través, precisamente, de ese mismo mecanismo nuclear. Eso es absurdo desde cualquier perspectiva. Máxime si contamos con el sobrecoste que esto está suponiendo para las tarifas.

Europa debe poner sobre la mesa un plan de choque que pase por la necesidad de establecer una política energética común que facilite el desarrollo energético sostenible pero que impida la falta de este importantísimo recurso. Y si, para ello, España debe volver a recuperar, durante al menos un tiempo, su producción nuclear deberá hacerlo porque se trata o de eso o de la ruina y el desgaste más absoluto. Los intereses depositados, a través de grandes empresas, en energías como el petróleo o el gas deben ser derivados a un interés común y a una apuesta por la reducción de los precios al máximo porque sólo así la economía y la producción no serán un lastre insalvable. De poco sirve la ayuda anunciada por EE.UU. sobre el abastecimiento de carburantes y gas si la consecuencia de ello es una nueva subida de los precios de estos. Y poca solución es la adoptada por la Unión europea para permitir que España pueda intervenir los precios de la electricidad sabiendo el Gobierno que tenemos. Es por ello que sería entendible que apostar por esa solución debería conllevar ciertas exigencias.

Podemos decir que Europa es el germen de nuestra actual civilización, tal y como la entendemos hoy en día, con el desarrollo de un pensamiento filosófico, económico, científico, cultural y hasta espiritual. Esto otorga a nuestro continente de un lugar en la Historia que cualquier absolutista moderno quisiera tener como propio, máxime si todos estos factores limitan éticamente sus fórmulas de gestión de lo público, las libertades y hasta el derecho a la propia vida o a vivirla con esas garantías que ahora en Europa se ven continuamente amenazadas. De ahí deriva, en gran parte, ese desaire a nuestro continente de personajes como Putin o Trump.

En España, sin embargo, la falta de un Gobierno que genere una confianza en los foros internacionales con un bipartito en el que los adhesionados, fijados a sus sillones con sujeción suprema, abogan por políticas anti europeístas y contra todo liberalismo económico necesario para el desarrollo de las finanzas de cualquier país, y un PSOE que en nada está contribuyendo a suavizar los efectos de la crisis económica y de recursos, nos está llevando a un agujero del que nos será muy complicado salir. Una inflación por las nubes, unido a un aumento de la deuda de la que el Banco Central Europeo ya se ha desentendido, nos dirige sin remedio a una situación que no habrá ayuda de 400 euros que pueda remediar. Cada día son más los ecos que plantean la necesidad imperiosa de una protesta en forma de huelga general.

En esta España que ha pasado del se vende al se regala, desde las ayudas tan necesarias, como el Sáhara, como la libertad de los políticos presos o la dignidad de los jueces y la separación de poderes. Es el precio del voto. Un precio que pronto no muchos van a poder pagar de sus bolsillos en los supermercados mientras siguen subiendo los impuestos. Y todo esto con una oposición que, o bien se encuentra cuestionada y descabezada, o en un extremadamente extremo, o depurada por no interesar un centro sensato no apto para tiempos convulsos, aunque lleno de soluciones para ellos.

Vivimos en una época de amenazas continuas, algunas de mayor repercusión inmediata y más visibilidad que otras. En el caso de España esas amenazas no sólo vienen de fuera, sino también desde dentro.

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2 Comments

    • Susana, viene a que la política de Trump tenía un objetivo común con las intenciones de Putin, la desestabilización y debilitación de Europa. Y para ello he puesto un par de ejemplos como son su apoyo al Brexit en Reino Unido o la subida de aranceles a productos europeos. Pero también podría mencionar otras acciones como su apoyo a Marruecos en la cuestión del Sáhara. A mí lo que me cuesta entender es que los que admiran a Trump no sean objetivos en lo que sus políticas significaban, no sólo para su país, sino para el nuestro o para Europa. Y sí, es posible que formaciones políticas poco europeístas lo apoyaran por ello pero, sinceramente, con ello poco apoyo a la propia patria, la nuestra pudieron demostrar. Porque Trump nunca fue nuestro aliado económico. Putin tampoco. Yo a Trump no lo culpo de lo de Ucrania sino de sus políticas antieuropeístas.

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