La magdalena

¡Vaya!, ¡vaya!, ¡vaya! A Pedro il bello le ha mirado un tuerto. Las putas ya se le habían plantado en plena sede de la calle Ferraz, y ahora amenazan con irse de la lengua. Están muy, pero que muy cabreadas. Las izquierdistas de élite (casi todas) rechazan la libre voluntad en el comercio carnal. Quieren ilegalizar ese peculiar aspecto de las relaciones entre personas, pero las mujeres de la vida tienen un as en la manga. Parece que muchos socialistas son “puterillos de pelo en pecho”. Cualquier María Magdalena podría empezar a dar nombres. Más liberales, los partidarios de la regulación prefieren llamarlas “trabajadoras del sexo”. Ellas, disputándole terreno a la esposa, se consideran masajistas, psicólogas, confidentes, paño de lágrimas. 

Quizá la dignidad de las almas exigiría la anulación de la más triste sordidez de los cuerpos. ¿Quién no las ha visto, en cunetas y ligeras de ropa, a bajo cero, exhibiendo su mercancía? Sin embargo, el mundo no es lo que uno quisiera. Si por mí fuera, también el socialismo desaparecería, para siempre y por falta de apoyos. Los abolicionistas hablan de “trata”, “mafias”, “mujeres extorsionadas”, como si eso fuera legal. Sorprende que las firmantes del  “nosotras parimos, nosotras decidimos”  le nieguen la autodeterminación a las prostitutas. Los más recalcitrantes proponen acosar al cliente, una medida que ha fracasado en otros países. Para vender el cuerpo hay que tener estómago y para comprarlo también. 

Existen señoritas de muy buen ver que escogen ganar un dinero llamado “fácil”. Manejan cantidades imposibles de conseguir, salvo que entren en la política activa. Muchas otras ofrecen sus servicios a precio de saldo, en brazos del proxeneta. En el mercado de la carne, como en el de la joyería, hay diamantes, oro, plata, bisutería. No son pocas las que triplican sus ingresos, comparadas con una administrativa de Hacienda o una empleada de supermercado. El sector mueve dinero, y mucho. Es un capital en B, negro, que no tributa. Hasta ahora funciona siguiendo los principios del  “no meneallo”.

No podemos olvidar la prostitución masculina. El progresío presenta a las mujeres como víctimas absolutas. El gigoló atiende a sus clientas, y el chapero a los suyos. Sin embargo de ellos no se habla. Cuenta la leyenda que una ricachona contrata los servicios de un adonis para acariciar tabletas y sentirse querida. No es más que un cliché alimentado para perpetuar estereotipos. Se trata de rebajar la verdadera demanda sexual de las féminas. Ellas reclamarían amor, romanticismo, flores y velas. Algún “profesional” se atreve a confesar que no le haría el amor a una vieja de 60 años. La razón que aduce es una barrera física que lo congela. Y ellas, ¡ilusas!, dale que te pego, operándose y dejándose medio sueldo en los salones de belleza. Lo tienen más fácil las mujeres que los hombres. Las prostitutas menos selectivas atienden señores de todas las edades, pero pueden fingir escandalosamente, para regocijo del demandante de turno. Se trata de ser una máquina, de no pensar, de hacer contorsionismo cinematográfico. A los gigolós los delataría “un pedazo de carne” sin vascularizar.

La cuestión era: ¿prohibir, regular o dejarlo como está? Un conocido twittero ha lanzado estos días una encuesta. De momento, se impone claramente la regulación. Me pregunto cuál sería el resultado, de llevar el asunto a referéndum. Alegan los partidarios de la ley seca que legislar es otorgar carta de naturaleza a una actividad que raya lo subhumano. Se refieren a la prostitución como la esclavitud del siglo XXI. No quieren ni oír hablar de complejos aspectos psicológicos, patologizantes o no. No pocas  prostitutas se confiesan adictas a su statu quo. Viven enardecidas por el deseo del “otro”, que las reclama. Así ejercen cierta clase de poder y les gusta. Puede que no lo entendamos, pero tenemos que escucharlas. A los abolicionistas les chafan el argumento. Serían dueñas de su cuerpo para abortar, pero no para ofrecer servicios sexuales. Al menos los liberales son más coherentes, y menos hipócritas. Respetan la libertad de las personas, siempre y cuando “nadie dañe a nadie”. De paso, afloraría todo un sector económico y se tumbarían los chulos y las mafias.

Hay un extremo que se las promete muy felices. Hablan de la prostitución como del “oficio más antiguo del mundo”. Es una forma de aquilatar a las señoras en ese fango para siempre y desde siempre. Yo aquí me planto, y no es la primera vez. Las pinturas rupestres dan cuenta de un arte primigenio. Antes que putas, las mujeres fuimos artistas. También les gusta argüir que la fulana cumple una función social. Si no atendieran las pulsiones sexuales en vacío, habría más violaciones. De todas las ideas que se vierten, esa es la más violenta. Con prostitutas a pleno rendimiento, violaciones sigue habiendo. Identificar violador con visitador de señoras a la carta es un disparate, aunque ciertas mentes perturbadas consideran víctima a una gallina.

Declaraba Anna Grau que el sexo o es de lujo o no es. Woody Allen prefiere definir la sexualidad de otra forma: un fulano practica una parafilia y después lleva flores al cementerio, a la tumba de su madre, recién duchado y anegado por las lágrimas. Es muy habitual vincular la prostitución con el consumo de drogas, incluso inducido y como instrumento de extorsión. Germaine Greer afirma que una putilla yonki es el ser humano menos libre de la tierra. Razón no le falta y a esa habría que salvarla. Sin embargo existen las escorts. Y es que buena parte de las ideólogas caen en un error: las mujeres sólo se definen para certificar sus apriorísticos. María Magdalena le lavó los pies a Jesucristo, es verdad que arrepentida. El feminismo hegemónico, cada vez más pacato, jamás citaría este pasaje bíblico.

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