Sin amor, nada soy

Atravesamos una época de desconcierto espiritual donde el individuo es atrapado en la telaraña de lo inmediato, cueste lo que cueste, sin importar el dolor que ocasiona, ni los desperfectos que deja ésa actitud carente de principios. 

Dado que las religiones cada día tienen más mala fama, debido en muchas ocasiones a quienes las representan, el ser humano tiende a apartarse de ellas quedándose huérfano de alimento para el alma y sosiego para el desaliento. Empezando por la religión católica la cual es, hoy en día, un lodazal de contradicciones y palabras sin sentido y acabando por cualquier religión creada por lunáticos charlatanes. 

El hombre necesita creer en un ser superior, hasta los más escépticos sucumben a la ilusión de que alguien dentro de su psique los ayudará en los momentos duros. Mientras tanto, por fin, la humanidad ha abierto los ojos para descubrir con pesar, que todo lo que nos han contado es una inmensa mentira y ahora desnudos de ropa que nos abrigue el alma, comprendemos que estamos solos. Urge entonces aferrarse a lo tangible, al Amor que somos capaces de dar y con suerte, recibir, la caridad para con uno mismo y el prójimo es real y está a nuestro alcance. No entiende de estudios o dinero, hasta el más pobre puede consolarte, simplemente escuchándote. 

Necesitamos amar y que nos quieran, muchos problemas de la infancia nacen por esa falta de cariño que el niño vive como un drama y que en realidad lo es. Otros, buscarán consuelo en lo material, acumulando riqueza a lo largo de sus vidas. A veces para nada cuando descubren lo pobres que son interiormente. El Amor es, ante todo, cuidar al amado, ya no hablo sólo de la pareja, familia o amigos, es entrega sin esperar nada a cambio, sentirse bien, proteger y ser protegido, ello nos hace seres más completos, más felices. 

Desafortunadamente, cuantos más avances, mayor frialdad sentimos. Nos apartamos de quien nos quiere y nos valora y emprendemos una carrera a contrarreloj que, la mayoría de las veces, nos lleva al desánimo y la frustración. No somos conscientes de lo que tenemos porque no lleva ceros agregados. Despreciamos las caricias, los abrazos, el beso que reconforta, atrapados en nuestra zona de confort se nos pasa la vida sin luchar por lo que queremos de verdad. En otras palabras, adoramos al Becerro de Oro, sin darnos cuenta de la tristeza y frialdad interior que ello conlleva. 

Tampoco les enseñamos a nuestros niños a compadecerse del débil, el que no puede defenderse, muy al contrario, aprenden a humillar, incluso a utilizar la fuerza para no ser expulsados del grupo. Somos seres muy frágiles, aunque nos empeñamos en negarlo, cualquier cosa puede desestabilizarnos y trastocar toda nuestra existencia. Nos hemos convertido en una sociedad infantil, temerosa, por el mero hecho de que los que mandan quieren borregos y no leones. Pretenden destruir la familia tradicional porque no hay mayor refugio que ese para el ser humano, que nos enfrentemos y terminemos aceptando una migaja de cariño, aunque venga del amo. 

Es necesario volver la vista atrás, recuperar valores, frenar nuestra carrera suicida donde, a cada paso, vamos convirtiéndonos en robots que ni piensan ni sienten. Nos volveremos figuras de sal, rotas y frías, porque: “Si no tengo Amor, soy como un pedazo de metal ruidoso, soy como una campana desafinada”. Como bien nos lo recordaba San Pablo en su primera carta a los corintios. “Si no tengo Amor, nada me sirve”. 

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