Liberación de los hombres

Entre los años 1965 y 1969 el 59% de las novias de raza blanca y el 25% de las de raza negra llegaron embarazadas al altar en los Estados Unidos, según los cálculos de Janet Jellen, Georg Akerlof y Michael Katz. En ese cálculo hay que resaltar dos notas. La primera es una constatación que trasluce en él: que las relaciones prematrimoniales eran generalizadas en aquellos años. La segunda, más llamativa y sólo en apariencia contrapuesta a la anterior, es que llegaban al altar, es decir, que los hombres se declaraban responsables del cuidado de sus novias y del niño que llevaban en su vientre.

El papel de la mujer en el parentesco es biológico. De ahí brota un impulso muy fuerte para el cuidado de su prole, impulso que de paso es imprescindible para la continuidad de la sociedad. El del hombre no es biológico, sino social o moral. Es necesario que haya en su medio social un conjunto de principios de conducta que le inciten a cuidar de la madre y del niño, porque si no lo hace corre peligro la continuidad de la sociedad. En algún momento de la historia de la humanidad, dice la antropóloga Margaret Mead, se hizo un grandioso descubrimiento: las sociedades tienen que inducir en los varones el deber de aportar cuidados y recursos a las madres y a sus hijos.

Pero ese lazo del varón con la madre y el niño es más débil. En los años a que se refieren los tres economistas citados la norma moral de los varones tenía todavía vigor en USA, pero fue entonces cuando empezó a quebrarse. Lo prueba el que, según ellos, entre los años 1980 y 1984 había descendido al 42% la tasa de las mujeres blancas que contraían matrimonio y al 11% la de las negras, de paso que se disparaba el número de abortos, divorcios e hijos ilegítimos y disminuía el porcentaje de matrimonios.

Una causa importante de todo esto fue la generalización del uso de la píldora anticonceptiva. Las autoridades estadounidenses permitieron su dispensación y uso como anticonceptivo oral el año 1960. Conforme se extendía su uso, disminuía la responsabilidad de los hombres. La mujer empezó a ser responsable única de su embarazo a los ojos de muchos hombres y solamente ella debía afrontar las consecuencias de su actividad sexual. Los hombres fueron quedando poco a poco liberados de su responsabilidad moral, cargando exclusivamente sobre sus compañeras de cama una obligación que en ellas hunde su raíz en la biología.

No fue, por tanto, una liberación de las mujeres, como predicaba el feminismo de aquellos años, sino de los hombres, porque se desvinculó el acto sexual de la procreación. Se debilitó el lazo horizontal entre hombres y mujeres y el vertical entre padres e hijos, algo que ya advirtió Pablo VI en su encíclica Humanae vitae, publicada en aquellas fechas, el día 25 de julio de 1968. En ella se ve con preocupación el hecho de que el acto conyugal vaya a separar los dos principios que lo rigen, el unitivo, entre hombre y mujer, y el procreativo, entre padres e hijos.

Un principio se apoya en el otro, de manera que si uno se debilita o extingue, el otro también.

Con aquella encíclica se puso a prueba la obediencia de los católicos al Papa. La comisión que lo había asesorado ya le había sugerido que admitiera la anticoncepción artificial. Una vez promulgada, los obispos holandeses tardaron cinco días en mostrar su oposición: de los cien que votaron solamente uno se puso del lado del Papa. El 30 de julio de ese mismo año se publicó la Declaración Curran en el New York Times, un documento avalado por doscientos teólogos que animaba a los católicos a desobedecer.

Fue una prueba de fuego para la Iglesia Católica. La encíclica fue despreciada, impugnada, ridiculizada o simplemente preterida. En aquella década sucedió el año de la revolución sexual, el 68. «Haz el amor y no la guerra» fue la bandera de aquellos «revolucionarios», un lema que, con una extensión menor que la de un «tweet», resumía la separación de la actividad sexual y los posibles hijos.

Hoy, sin embargo, hay que admitir que el pontífice había sabido ver en la oscuridad. Que la erosión del principio procreativo, como él le llamaba, llevaba consigo la del principio unitivo.

La secuela de divorcios, abortos, disminución de la tasa de nacimientos, aumento del número de individuos que viven solos, de la irrupción arrolladora del sexo en política, etc., tiene su origen en aquella década de los sesenta.

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