El revolucionario

Frisaría los veintitantos o treinta cuando, abandonados ya los libros religiosos, había tomado otros. Él estaba seguro de pertenecer a una época de hierro, desgraciada, pero una época de parto. Los dioses, o Dios, habíanse esfumado y estaba próxima la Verdad del Hombre, que caminaba con paso quedo en la oscuridad, cada vez más cerca. Sólo era preciso apresurar su paso.

El nuevo Dios llegaría al rayar el alba y, lo mismo que la luz del Sol difumina las candelas particulares, privadas, con que cada cual creer iluminar su vida y promover su felicidad, apagaría todas las esperanzas ilusorias, subjetivas, y resplandecería la Verdad Universal. Era el nuevo Dios, el definitivo. Su evangelista lo había anticipado ya con el saber propio de la ciencia. Creyó en Él, creyó en la Revolución, en el nuevo Sol que venía a iluminar a todos después de la muerte del viejo Dios.

Era inminente la unidad de la razón y la realidad que había pronosticado la gran filosofía idealista alemana, pero sería una unidad real, material, no la contenida en la mente de los filósofos. El tiempo era propicio. El reino de Dios en esta tierra era inevitable. El evangelio marxista, ciencia auténtica que rasgaba todos los velos que la religión había extendido sobre la realidad del hombre, era la descripción de un hecho, no de una esperanza. Era una certeza empírica, no una profecía.

El proletariado redentor, como Cristo en la Cruz, verdadera anticipación suya, pese a ser ilusoria, había descendido al pozo más hondo de la humillación y el sufrimiento, del despojamiento de sí. El mayor dolor era preludio seguro del mayor gozo. Creyó estas cosas a ciegas y cifró en ellas todos sus afanes. Era un hombre muy piadoso, aunque era ateo despreciaba la religión. Pero, ay, pasaron unos años y la espera se esfumó como la niebla de una mañana luminosa. Nuestro hombre cayó en el desencanto. Había vuelto a perder otra fe. Aquella pancarta del 68 en París, un movimiento del que también participó (¡cómo no!) fue casi su biografía: “Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo mismo no me encuentro muy bien”.

¿Qué hacer? ¿No quedaba un resto de energía por el bien común? Nuestro protagonista, siempre bien nutrido porque era de buena familia de ciudad, desconocedor de las necesidades y durezas de la vida, aún conservaba algún aliento, sí. Aún quería cambiar el mundo. Aún pensaba que tal enormidad es posible. Si la liberación económica se había demostrado imposible, podía optar por la ecológica. O por la cultural. O por la dietética. O por la sexual. Fue el fruto de sus desordenadas lecturas de Bloch, Sartre, Beauvoir, Gramsci, Marcuse, Chomsky, Laclau y tantos otros. Pero ya no era capaz de una fe firme. Los nuevos ídolos no bastaban para reemplazar a las grandes deidades anteriores.

Con todo, vino a parar a ese movimiento político cuya única preocupación es la entrepierna, un movimiento que incluso ha pretendido cambiar la gramática. Sirvió a ese grupo, cuyos próceres lograron encaramarse a las más altas magistraturas del Estado y llevar una vida propia de los libertinos del XVIII, una vida irresponsable y ahíta de placeres inalcanzable e indeseable para los demás. Fue su última desilusión. Entonces decidió retirarse del mundo y se hundió en lo oscuro de su privacidad, donde sólo halló una soledad resignada y casi insoportable. Pasaba ya con mucho de los ochenta. Ni siquiera le dolía admitir ante sí que no había entendido nada y no había hecho nada útil, ni para sí mismo ni para los demás. Que había malgastado su vida: “¡Oh, tiempo! ¿Qué has hecho de mí?”

Como había abominado del orden social, de la familia, de la Iglesia, del Estado, etc., había renunciado a toda compañía y nadie le visitaba en la residencia de ancianos en que pasó los últimos años. Allí le sorprendió la pandemia. Fue uno de los cadáveres sin nombre, apilados al azar, que el gobierno prohibió que se fotografiaran. Pese a todo, un avispado periodista logró una fotografía y un antiguo conmilitón lo reconoció. Según él, su rostro aún mostraba la apatía en que se había sumido. Le había llegado la muerte sin que a él le importara, como si no tuviera que ver con él. Una sombra tenue entre las sombras. Ahí se fundieron sus fútiles sueños y esperanzas.

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