Amor y cazuelas

Estaba yo entretenida limpiando los botelleros en un rato tranquilo con el run-rún de la tele de fondo, en la que estaba hablando de Corinna, para no variar, que canta más que la Pantoja, cuando me he acordado de la historia de Pepón el alegre cocinero.

En aquellos tiempos yo trabajaba en un pueblo perdido en las montañas de cuyo nombre no quiero acordarme. Era un bar pequeñito, rústico, pero con mucho trasiego porque no había mucho donde elegir. Muy cerca había un restaurante que eran donde trabajaba Pepón. Era un chaval alegre y despreocupado, alto, con los brazos un poco más largos de lo normal, pelo  despeinado con remolinos y una sonrisa un poco bobalicona. Siempre estaba de buen humor, creo que los porrillos que se fumaba ayudaban también a ello.

Rondaría la treintena, pero no se le conocía novia y si me hubieran dicho que era virgen no me habría extrañado en absoluto. Como el restaurante era de su mejor amigo, echaba más horas de lo normal. Ya se sabe lo que pasa donde hay confianza, a veces le tocaba salirse de la barra y hacer de camarero, eso a mí me encantaba porque tenía unos despistes épicos como, por ejemplo:

– Ponme un Martini, Pepón – entonces desaparecía tras una puerta con el vaso y tardaba en volver 10 minutos. – ¿Dónde has ido a por el hielo, al Polo Norte?

Así era la plácida vida del alegre cocinero hasta que apareció una mujer en su vida. Mi compañera de trabajo anunció de buenas a primeras que se marchaba a otro sitio y mi jefe contrató a la primera que se presentó al anuncio. La primera vez que la vi me recordó a un ratoncillo. Encorvada, bajita, dientes grandes amarillentos, cejas caídas y tristonas y una coleta raquítica.

Llevaba una ropa bastante anticuada y en general daba la impresión de que acababa de huir de un convento. Pasaron un par de meses bastante tranquilos, ella hacía su trabajo y yo el mío, sin demasiadas confianzas. De pronto, un día llegó muy alterada, se le caían las cosas y le pedían, por ejemplo, un café solo y ponía uno cortado.

– ¿Te pasa algo Emilia? No das una.

– ¡Sí! ¡Que estoy hasta las narices de mi marido y me voy a divorciar!

– No sabía que estabas casada…

– Me casé hace un año pero ¡me voy a divorciar! Es un vago y está todo el día trayendo amigos a casa y jugando a la play.

A los pocos días de esta conversación empecé a observar que Emilia se dejaba caer habitualmente por el restaurante donde trabajaba Pepón. Al principio no le di mucha importancia hasta que ya no era a veces sino que se pasaba allí las horas muertas. Mi sorpresa fue cuando vi a la monjita una tarde con el pelo suelto, taconazos, maquillaje y minifalda. A pico y pala se fue ganando al muchacho, que no había visto un escote de cerca en su vida. A mi compañera la pena por su separación no le había durado ni 5 minutos. Se hicieron novios. Ella se despidió del trabajo y todo parecía ir sobre ruedas. Pero poco a poco Pepón fue perdiendo su sonrisa, discutía mucho con su amigo, ya no se le veía con su porrete y no hablaba casi. Hasta que un día ya no apareció en el restaurante.

Como yo tenía mis propias preocupaciones me olvidé un poco del tema hasta que un par de clientes me contaron que el amor entre ellos no había surgido de forma espontánea, Emilia había estado investigando y se había enterado de que el chico era hijo único y tenía casa propia. También que era más inocente que una alpargata. Al parecer, a los dos meses ya se había quedado embarazada.

La última noticia que tuve de él es que ella ya estaba con otro, para lo poco agraciada que era no tenía problemas para encontrar pareja y a Pepón, le había salido una calva. La separación no había sido de mutuo acuerdo, tenían un hijo en común y las exigencias de ella le traían por el camino de la amargura. Pero ya se sabe que en esto del amor, hay ojos que de legañas se enamoran.

¡Informado al minuto!

¡Síguenos en nuestro canal de Telegram para estar al tanto de todos nuestros contenidos!

https://t.me/MinutoCrucial

Be the first to comment

Leave a Reply

Tu dirección de correo no será publicada.


*