Los Reyes Magos no existen. Tampoco los presos políticos

Existen dentro del mundo penitenciario diferentes grados de clasificación penitenciaria, merced a los cuales y  tras el exhaustivo y científico estudio de la conducta y personalidad del interno, al recluso se le puede clasificar en primer, segundo o tercer grado, siendo el primer grado el que alberga a los reclusos estudiados y analizados como extremadamente peligrosos, y el segundo el que hospeda a esa gran masa penitenciaria de hombres y mujeres de perfil medio que, casi siempre primerizos, sólo anhelan cumplir sin pena ni gloria su condena y poder volver a delinquir,  pero esta vez con la cautela e inteligencia suficiente para seguir disfrutando del aroma de la libertad. Respecto a los terceros grados, aunque desapercibidos,  nuestras callen se hallan trufadas de éstos.

He aquí pues que, independientemente del grado en el que al interno se le clasifique, este tiene una suerte de derechos y obligaciones que le asisten y escoltan desde que entra por la puerta de ingresos, pasando por los rastrillos interiores, hasta que se mimetiza con la fragancia metálica del módulo y celda. Una vez en la celda asignada, sea Hannibal Lecter, o sea una hermanita de la caridad, las normas de régimen interior, impuestas por disposición legal y reglamentaria han de cumplirse, para cuya salvaguarda, cumplimiento y debido control judicial, es competente el juez de vigilancia penitenciaria. Y no existe aún el recluso que prominente por su superioridad moral pueda a ello obviarse, sea activa o pasivamente, so pena del famoso para los reclusos, régimen disciplinario de los internos, cuya insoslayable aplicación les puede lacerar, y mucho, en aras a progresar a tercer grado, y disfrutar de la posibilidad de una pronta y ulterior libertad condicional.

Sea como fuere, un tipo cuya trayectoria delincuencial es ya prometedora, aun habiendo dormido en una celda cualquiera sin personalidad sobre cuyo colchón se ha disuelto y desvanecido en sudor lo que en su cuna paternal un día creyó ser, se sigue pretendiendo así mismo por encima de sus presidiarios compatriotas. No obstante, su conducta, si bien es rayana en lo que a buen seguro supondrá una sanción disciplinaria con importantes consecuencias penitenciarias, no responde sin embargo a la negativa per se al cumplimiento de las normas de régimen interior del presidio. Responde y busca con ello colonizar los titulares nacionales como lo que no es y nunca será, un preso político.

Y cuidado. Si evaluamos en nuestro acervo periodístico como plausible y cierta la expresión de “preso político”, dando pábulo con ello al itinerario mediático de quien solo es un preso común,  y nada más que un preso común, estamos pues, asintiendo y construyendo la creencia ex lege de que el estado español, en su vertiente punitiva condena a los ciudadanos, poder judicial mediante, no en base a un tipo penal infringido por éstos, sino en función de la existencia de una legítima lucha histórica tácitamente reconocida. Y si esto aceptamos y consentimos, ofreciendo como válida la posibilidad de que una descripción delictual cualquiera, desde unas injurias, pasando por unas lesiones, hasta desembocar en un atentando contra la autoridad, se puedan convertir por mor de las circunstancias que como punta de lanza al reo y a sus súbditos les conviene (muy posiblemente también a parte del gobierno), en un motivo político ad hoc, frontispicio  para sentarte a dialogar con quien tan sólo es un recluso en régimen ordinario, le hemos entonces virtual y mediáticamente permitido trocarse en preso político, perdiendo así el Estado Español no sólo la contienda, sino también la guerra. Y por supuesto la decencia.

Y si cobardemente consentimos y aceptamos que cualquier prisionización, consecuencia de la sentencia condenatoria que le antecede, transforma al recluso en un preso político, por motivos que a él y a sus esbirros les conviene (de los que probablemente y mimetizados con él, forma parte el gobierno) debemos colegir entonces que, cualquier otro preso común en España, sea cual fuere el motivo de un encarcelamiento, es también un preso político, habida cuenta de que todos los delitos y su consecuencia jurídica (la pena) se encuentran ubicados en el mismo texto legal: el código penal. Hete aquí que no existe a día de hoy un titulo específico del código penal en el que se encuadren delitos que, al ser cometidos por sujetos concretos, sean considerados pues, delitos políticos.

Por otra parte, si ya mediáticamente encumbramos so pretexto de una causa que no es tal, a la suprema y quimérica atalaya de preso político a quien como cualquier otro interno de la población reclusa ibérica es solo un preso común, estamos entonces discriminando a cualquier otro reo que por el mismo delito, y desproviniéndole de un mismo trato penitenciario y mediático, pudiera coronarse por igualdad constitucional en similar altitud, y eso colisiona como una placa tectónica no sólo con el código penal, en cuyo seno no existe ningún título específico dedicado a los novelescos delincuentes políticos, sino además y muchísimo más grave, contra un artículo catorce de la Carta Magna, que consagra una clara igualdad entre los españoles, incluso para con el submundo carcelario.

No es pues Hasél, como tampoco lo fue Otegi, ni ningún otro miserable precursor de la dinamitación e inmolación de nuestra Constitución, y por ende de nuestra igualdad y libertad, un preso político. Hasél, como en otro tiempo lo fue el exlíder de Batasuna, es un preso común. Sólo eso. Como lo fueron y son los miles de reclusos que cumplen religiosamente condena en las cárceles patrias.  Como los reyes magos para los adultos, tampoco los presos políticos existen.

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