Sexo fuerte versus sexo débil

Sobre su hombro descansa una recia mano que la escolta en cada paso mientras lentamente pasean por aquella calle empedrada. Ella se siente protegida por la masculina hechura que la envuelve al unísono en que ambas miradas, cómplices en un universo químico del que no pueden escapar, se observan fijamente fundiendo sus labios en una sola realidad, en una sola dimensión. Tras aquel intercambio de fricciones hormonales allende las comisuras, siguen caminando abrazados, sintiendo él la seda de la femenina piel rodeando su cintura, y ella el brío y robustez varonil con que aquél abriga sus hombros. A escasos metros, el frontispicio de un antiguo portal  desemboca en una angosta casa del casco antiguo de la ciudad. Allí vive ella. Y allí, embriagada por el amor y aceptándose cortejada en connivencia con la biológica naturaleza femenina que es incapaz de soslayar, le lanza gestos de despedida dibujando besos en el aire a su acompañante. Aquél, un joven robusto y noble que lleva varios meses acompañándola hasta el portal, y vigilando hasta que entra en casa, no cabe ahora en sí de pasión. Al fin logró que ella le regale sus labios.

Bien podrían ser éstos los prolegómenos de una preciosa novela de amor adolescente, sino fuera porqué la escena aquí descrita, en nuestro desorientado e inaudito presente, se proyectaría a ojos de esa convertida en un rebaño opinión pública, adiestrada y adoctrinada por un cada vez menos profesional y más amarillista periodismo de barra de bar, como el abyecto y despreciable rostro del más rancio fascismo hetero-patriarcal. Una escena como la antes relatada, cuya normalidad en tiempos extintos es ahora el más peliagudo y punzante motivo de oprobio entre sexos, acabará no tardando mucho convirtiéndose en un nuevo escollo legal merced al cual todo conato natural de inevitable masculinidad será enfermizamente señalado  por un vulgo que segrega salivación ante los restos de pienso que le suministran en los vertederos televisivos. Amén de ello y mucho peor, será fruto de una más que perfecta y diseñada estrategia de exterminio legislativo, no ya de la institución familiar como binomio hombre-mujer, sino con mayor perversa profundidad, de la aniquilación del natural e instintivo cortejo del varón para con la fémina.

Semanas atrás escribí un artículo titulado “Más allá de la transexualidad” en el que mostraba sin tapujos ni subterfugios mi opinión acerca del clarísimo objetivo que persiguen esas leyes cuyo epicentro es trivializar ya sin vuelta atrás lo que la naturaleza nos llama a ser. Aquellas leyes fraguadas en aras a amputar lo que entre las piernas sentimos, no son sin embargo el preámbulo de la contienda contra la más honda naturaleza humana, sino sólo un peldaño más. Un eslabón añadido en ese periplo legislativo en el que nos obligan tramitación en Cortes Generales mediante, a un ambiente apocalíptico en el que no sólo se busca la confusión misma de las gónadas, sino además y con superlativo interés, asolar el mismísimo instinto de cortejo y ser cortejada que respectivamente sienten el hombre y la mujer ya desde el primer acné.

Sabemos pues que nos dirigen a esa demolición de cualquier concepción natural e instintiva del binomio hombre-mujer, pero ¿sabemos dónde se halla el vértice de esta locura legislativa programada? El embrión del desastre que ya nos asedia se sitúa en las hace ya varios lustros articuladas leyes de género, en las que bajo el yugo de una discriminación positiva que de forma transversal impregna una nada desdeñable parte del universo legislativo español, y con la aparente bondad de sobreproteger a la mujer maltratada, arrastra reforma tras reforma al varón, por el sólo hecho de serlo, a un infierno legal en cuyas fauces, y digámoslo sin aspavientos, no pocos hombres han decidido ya quitarse la vida. Una discriminación positiva que, especialmente en la dimensión penal, lleva a éste a unos escenarios asimétricos respecto a la mujer hasta el punto de, aun pudiendo cometer similares delitos, inferir respuestas punitivas absolutamente dispares.

Tiempo atrás nos convencieron (o más bien nos adiestraron par auto-convencernos) de que ésta discriminación positiva en detrimento del sexo fuerte (según ellos, el hombre) era absolutamente necesaria para que el sexo débil (según ellos, la mujer) fuere protegido e igualado al varón. Nos hicieron creer precisamente eso, que la mujer es el sexo débil, y el hombre el sexo fuerte. Y el pueblo español, poco dado a la reflexión, lo repitió como un mantra hasta interiorizarlo como si de un pensamiento propio e innato se tratase. A tanto se llegó en aquella perversa reforma legislativa en pro del sexo débil (según ellos, claro) y en detrimento del hombre, que incluso se crearon los juzgados de violencia sobre la mujer. Las féminas disfrutaban desde aquél entonces (y disfrutan) de una jurisdicción propia que, suponiéndola como el sexo frágil y haciéndole creer tal cosa, les amparaba ante cualquier supuesta agresión a su esfera femenina. El varón, fuese o no responsable de una presunta conducta punitiva, se convertiría de inmediato en un criminal a ojos de la prensa y de la implacable guillotina de la pública plaza de la ignorancia.

Las hoy lacerantes consecuencias de aquellas políticas de género so pretexto de un supuesto “sexo fuerte versus sexo débil” se yerguen como un desolador escenario sociológico en el que como nunca antes, la otrora guerra fratricida entre hermanos, lo es ahora entre sexos. Nunca como en éste deseado que sea ya pretérito presente, se había vivido semejante atmósfera de enfrentamiento entre hormonas, de tan pronunciado escoramiento hacia posiciones prácticamente irreconciliables entre el hombre y la mujer.

Piénselo el lector. No hubo ni existió nunca ese pretendido y fabricado “sexo fuerte versus sexo débil. Este “sexo fuerte versus sexo débil” no fue otra cosa que la fabricación ex legue de una inexistente pero necesaria construcción conceptual para una vez inoculada en el imaginario colectivo, convertirla entonces sí, en motivo bélico entre sexos. No hay más sexo fuerte que aquél que es privilegiado por la ley, ni más débil sexo que aquél al que esa misma ley positivamente discrimina.

Yo particularmente me niego a eso. Todos deberíamos negarnos. Hombres y mujeres no somos enemigos. No somos dos bandos contendientes en busca de la corona que pende tras la victoria. Más al contrario, hombres y mujeres somos uno. Somos distintas naturalezas convergiendo en un mismo género. El humano. Hombres y mujeres somos un equipo. Somos una unidad con destino en el infinito. Hombres y mujeres debemos cogernos de la mano en un destino común para el que, la pareja de adolescentes enamorados que más arriba se describe, acabe su sinopsis e historia de amor sin un impostado encorsetamiento como sexo fuerte o sexo débil, sino como dos sexos que en naturaleza viva, se instintivamente unen para un proyecto en común con proyección en el infinito.

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2 Comments

  1. Muy bien expuesto y escrito. Van contra la naturaleza, saben muy bien cómo ganarse la confianza y la simpatía de casi todas las mujeres, que, una vez más, sucumben ante la cantidad de monsergas llenas de eufemismos y buenismo barato, con la pretendida «protección» de la mujer, como si se tratara de una especie delicada en extinción. Nada más ridículo para las verdaderas mujeres fuertes, que han sabido construir su vida sin la ayuda de nadie, muchas veces de las propias cenizas. No hay nada detrás de esto más que alejar a los sexos, que en verdad tienen que ser complementarios el uno del otro y atraerse, no repelerse. Nada hay más que la perversión de lo natural, de lo auténtico y la voladura del esquema familiar de organización social. Lo que respetan en los gorilas y en los felinos, no lo respetan en los humanos, y quieren revertirlo y viciarlo. No hay nada más que la desintegración de la familia, antes de que pueda formarse, durante y después. No familia, no vínculos, aislamiento del ser humano, perversiones, relaciones perversas entre personas del mismo sexo, encaminadas a la NO reproducción, es decir, a la reducción de la población. NO hay nada más que eso, y la destrucción del plan de Dios.

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