La ceguera

Decía Jean Paul Sartre que “el infierno es la mirada del otro”. Ese “otro” al que se refería, por supuesto, somos todos. Modelamos al prójimo en la forma que lo concebimos. Tal es el poder que ostenta cada hijo de vecino. No me extraña que tanta gente crea en “el mal de ojo”. La mirada, se dice, es el espejo del alma. Las hay “limpias”, como las de los niños, (a no ser que sea un Demian) y empañadas por la envidia. Estamos habilitados para captar cualquier destello.

Hete aquí que la menistra Montere se ha metido en otro charco. Ahora la emprende contra “las miradas lascivas”. Haberlas haylas, ¿quién lo va a negar? Cosa bien distinta es ponerle puertas al campo. No quieren las nuevas papisas que se “sexualice a la mujer”, así, en singular. Ignorar esa tensión natural es cosa de locas. Entre un caballero y una dama (la heterosexualidad parece ser cuna de iniquidades) existe la comunicación no verbal. Un amplio registro de gestos por microsegundo acompaña las relaciones entre personas.

Sólo hay una forma de proteger al mujerío de ese rayo delator y deletéreo. Es un invento del diablo, pero funciona. Vístale usted un burka a la muchacha y asunto zanjado. Ellas podrán ver el mundo (¡tan peligroso!) a través de una celdilla. Será fantasmagórico, pero seguro. El varón buscará a su alrededor en vano. Rodeado de sombras negras, se aficionará a la jardinería: así sabrá apreciar la belleza de un geranio.

Volvemos a las rejas en las ventanas y al conventillo. Una opción viable sería dejar ciegos a todos los hombres. Podríamos empezar por suspender las operaciones de cataratas. A eso se añadiría una ley seca en la venta de gafas y lentillas. Prohibidos los prismáticos y los periscopios. Prohibidas las lupas de estudioso y su picardía. Prohibidas también las gafas de buceo: hay que proteger a la pobre sirenita. Los desprendimientos de retina serán una bendición. Bienvenido sea el glaucoma. Arranquemos ojos de cuajo y asignemos lazarillo castrado: que beba todo lo que quiera, pero que no mire.

Si la chica es contrahecha, no se soluciona nada. Siempre hay un roto para un descosido. Es una pena que el Estado reprima la mirada del feo a la fea: puede que ese par de infelices no tengan una segunda oportunidad. Se acabarán las quejas, y las quejas, y las quejas. Ya no padecerán más las novicias de este nuevo credo. Lloran, gimotean, pierden los nervios… ¡que no quiero que me mires!

Argumentará la Montero que los ciegos también se encaprichan. Algunos hasta son negros, y eso puntúa. Steve Wonder cambiaba de mujer como de camisa. ¡Si llega a ver!… Llegados al extremo, podríamos hablar del “tercer ojo”. Dicen que está en el entrecejo, sede de la clarividencia. Los más hartos despacharían a la ministre con un exabrupto: ¡usted sólo ve con el ojo del culo!

Se me ocurre, así, sobre la marcha, que a Irene le van “las citas a ciegas”. Ninguno ha visto al otro, hasta que se encuentran. Ella lo estudiará de arriba abajo, pero él debe inhibirse. Con la vista puesta en sus zapatos, podrá deducir su estatus y su renta anual. Después levantará la cabeza lentamente. Con una mesa de por medio, se topará con su busto. ¡Ay, esos pechos abultando bajo la blusa abotonada hasta estrangularla! ¡Y eso que los lleva fajados, para que no se noten!

Vuelve, pues, el puritanismo y la beatería. Están de moda las advertencias de las tatarabuelas. Los hombres siempre “van a lo mismo”. ¡Tú hazte respetar! Se acabó el sexo consentido, porque ella no estará advertida. La mirada de deseo queda vaciada y enajenada de su naturaleza carnal. Viviremos en Kibutz, hermanos y hermanas de sangre. Con anestesia el sexo queda abolido. Es una buena forma de exterminar a la especie humana. Las hembras con las hembras y los machos con los machos. Habrá gestaciones subrogadas y medicalizadas, para dar gusto a homosexuales: que un hombre desee a una mujer está mal pero que desee a otro hombre está bien.

Se me dirá que no es eso, ¡estás desbarrando! Pues ya me explicará Montere de qué se trata. Para llegar a la cama (es un decir) antes existe el cortejo. A no ser que practiquen el “aquí te pillo, aquí te mato”. Esta modalidad puede ir animada de dos güisquis y dos tequilas. Entonces la mirada no es lasciva, sino vidriosa. Él no sabe con quién se acuesta, pero ella tampoco. Eso sí: hemos evitado el mal mayor. Irene es Bernarda Alba rediviva. Secuestra a las hijas del Estado con el pretexto de la honra femenina. Nos quedará (o no) el recurso de la reina destronada: ¡espejito, espejito mágico!

No sé, pues, qué suerte correrán las guapas y llamativas. Las hay que son así de nacimiento. Tienen un no sé qué difícil de resistir. Las mujeres hetero y las bisexuales también las ad-miran. Podrían llevar un dispositivo captador de señales. Quizá el aparato mida la intensidad lascívica en amperios de mirada. Hasta un punto, un “visionador” puede seguir su camino sin sanción ni reprobación alguna. Si el detector pita… ¡guardias!

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