Feijoada

Me ha venido a la memoria una fotografía, en medio de este guirigay político. En ella se veían cinco hombres a los que yo apodé ayatollahs. Eran todos candidatos a la presidencia del gobierno, pero había mucha bragueta. Hoy podríamos hablar de la maldición de las gónadas.

El primero en caer fue Albert Rivera. Dimitió en 2019 con 40 años justitos, que son los 20 de antes. Se puso campanudo por aquello de la edad. Fue un feo que nos hizo a muchos y no menor. Él había nacido en democracia y eso le concedía marchamo. Los más viejos…o se reciclaban o demostraban que habían permanecido en una cámara de descompresión el tiempo suficiente. Había jugado fuerte contra el nacionalismo casposo y reaccionario. Así y todo, notabas que le faltaba un hervor: no era Savater, ni Rosa Díez ni Javier Nart.

Estaba eufórico en Salvados, en un tête a tête infantil, de colegueo con el segundo ayatollah. Éste se llamaba (no tan caprichosamente) Pablo Iglesias. Llegó más lejos que Albert, pero por pura chiripa. Después de repetir elecciones, el PSOE y Unidas Podemos se desangraban. De la noche a la mañana, firmaron pacto. En aquel despacho también se hallaba Iván Redondo. Fue lumbrera, todopoderoso, rasputinesco, pero la política es una guillotina que no descansa.

Pablo Iglesias no aguantó la presión. Es legítima, si la infliges tú, pero no si la sufres. Estoy convencida de que se cortó el pelo para que dejaran de llamarlo “el coletas”. Dimitió en 2021 y acabó inmolándose. Tenía 42 años, o sea, 22. Ahora ejerce de analista y tertuliano. Ha vuelto a su vieja vocación periodística, siguiendo los pasos del otrora primer espada (lleva el mismo nombre del ex monarca) Juan Carlos Monedero.

El tercer disparu es tocayo del que fuera vicepresidente. Y es que de Pablos y Albertos vamos bien servidos. Se hizo con la secretaría general, por mucho que la militancia prefiriera a Soraya Sáenz de Santamaría. Tenía 37 añitos, es decir, 17. Había estado en las juventudes, Parnaso del que todavía no ha salido. El propio José Ignacio Wert opina que ha dado de sí todo lo que podía dar. Eso significa que no hay más cera que la que arde. Dicho sin rodeos: el cargo le venía muy grande.

Quedan, pues, Santiago Abascal y Pedro Sánchez. Ambos llevan (como los Pablos) nombre de apóstol. Abascal es, en todo caso, un futurible. Pedro, sin embargo, tiene un pasado (y un presente) muy oscuros. El partido lo largó en 2016 para evitar que hiciera lo que acabó haciendo. En su lugar nombraron una gestora con Javier Fernández al frente. Después volvió y convenció a la militancia declarando “hoy empieza todo”. Por la mala praxis del juez De Prada y el legendario putiferio del PNV, consiguió desalojar a Mariano Rajoy. Es una vieja historia, pero conviene hacer memoria. Ayuda a entender cómo hemos llegado hasta aquí. Pedro Sánchez frecuenta malas compañías. Eso significa que él no es mejor.

Por un lado, están los racistas de la Cataluña sublimada. España es para ellos infierno político, histórico, existencial. Por otro, tenemos a los cínicos del “conflicto”. Defienden que los asesinos de ETA fueron víctimas, tanto o más que los asesinados. Además contamos con los comunistas. No lo digo yo, lo dicen ellos. Fascista es un insulto del que nadie se jactaría, pero algunos ministros consideran el comunismo (merece la pena leer el prólogo de Yolanda Díaz al Manifiesto de Marx) una suerte de paraíso en la tierra.

De manera sorpresiva, tomó cuerpo la mujer que gobernaba la corte. Es curioso, pero nunca dicen los barones y las baronesas. La oposición empezó atacando con las deudas de su padre, y sus propios jefes de partido (los hombres de Ayuso) han acabado con las supuestas prebendas de su hermano. Sus adversarios le reprocharon el Zendal, el hospital en IFEMA, la furia de Filomena. La defensa de la libertad les parecía una broma, porque no está en sus prioridades y es una chorrada. La apodaron IDA (¡oh, la sororidad!), y la acusaron de fastidiar a los madrileños (¡mierda!) bajándoles los impuestos. El inefable Évole y Felipe González la consideran «trumpista», sin que eso signifique absolutamente nada.

Quizá en este punto haya que detenerse en las absoluciones. Lo digo porque la sombra de la corrupción vuelve a sepultar la presunción de inocencia. Paco Camps: absuelto. Cristina Cifuentes: absuelta. El caso que nos ocupa es, sobre todo, insólito. La maniobra huele muy mal y el votante no traga. Las brutales declaraciones del que fuera secretario general en el programa de Carlos Herrera (inculpatorias y vinculadas a los muertos por Covid), dejaron sin aliento al más pintado.

Ya Cayetana lo advertía en su ensayo Políticamente indeseable. Escribió sobre la “teodocracia” y otras prácticas abusivas en el PP. Casado empezó su descalabro personal el día de la moción de censura, cuando agotó toda su artillería contra Santiago Abascal. Sus complejos con respecto a Vox lo diferencian de Isabel D. Ayuso. Y eso que a Santi lo consideraba un hermano. No ha dejado atrás al niñato petulante que fue, inseguro, influenciable, inconsistente, errático. Lo ha pagado caro.

Para salir del atolladero, vuelven a la edad y la razón. Feijóo representa la madurez, la calma, el autocontrol. Es el padrecito que le queda al partido: un líder no se fabrica de la noche a la mañana. El nacionalismo gallego lo llama “lingüicida” y otras lindezas. Fuera de Galicia, le reprochan su galleguismo “pujolista”. Los economistas extrapolan ya su ejercicio en la región, para prever cómo serán sus políticas nacionales, como si fuera lo mismo.También ha salido la dichosa fotito en el barco del contrabandista. Su pareja no se libra, por mucha discreción que practique. Trabajó para Zara-Inditex y eso es un antecedente penal. Aburren los entusiastas de Abascal, con su «sólo queda Vox». Se emperran en afiliar a Cayetana y a Isabel. También en empozoñar a la baronesa contra quien le envió respiradores en duros momentos. Habrá que ver si Alberte nos prepara una buena feijoada, y si es el hombre que hacía falta, para frenar al cuarto ayatollah y llevarse por delante a nuestro particular Jomeini.

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