Más allá de la vida

El mundo cambia y evoluciona con una aceleración que difícilmente puede resistir el paso de nuestros años. Ese reloj, que lo cambia todo y lo condiciona todo, es la burbuja que convierte cualquier agua en ebullición, en continuo movimiento y, como el agua en ebullición, nuestras vidas se van evaporando con el tiempo. Decía Marcel Proust que “el amor es el espacio y el tiempo medido con el corazón” en el quinto volumen, La prisionera, de su colección En busca del tiempo perdido. Pero quizás una de las huellas que más marcan este paso del tiempo es la despedida de los que se van, la antesala de lo que a todos nos vendrá en su momento, pero algo que nunca nos acostumbraremos a aceptar.

Existen las despedidas más dolorosas, aquellas que vienen adheridas a nuestra alma en la forma en el que ese amor de Proust alcanza al corazón. Las despedidas de las personas amadas, aquellas que, cuando el reloj de su corazón definitivamente para en esta vida, con ello se paran nuestros sueños compartidos, nuestro compartir la experiencia de la vida convirtiendo todo aquello que rodea a esas personas en maravillosos recuerdos que impregnan con el aroma de su esencia nuestra conciencia, nuestras emociones, nuestro seguir vivos, el resto de nuestra existencia.

Pero también hay despedidas que suponen un duro golpe porque forman parte del decorado emocional que conforma nuestro deambular, despedidas a personas que, por una u otra razón, son referentes de nuestra época de existencia, son coetáneos, personas que dan significado, en algún sentido, al espacio y tiempo de Proust en nuestros corazones.

Llevamos un par de semanas de duras despedidas de personas que, si se han caracterizado por algo, ha sido por el enorme amor a la vida, a las emociones, a la entrega a los demás o, simplemente, a la búsqueda inequívoca de la verdad. Esas despedidas han marcado de alguna manera a gran parte de la sociedad que los teníamos y tenemos como parte de nuestro tiempo de vida, como referentes del espacio y tiempo en el que vivimos.

El primero en marcharse, con el mismo silencio que sentenció su vital carrera como comunicador fue Jesús Quintero, un hombre bueno, dicen los que lo conocieron; un hombre particular, único, que supo entender la comunicación y las ondas, también la misma televisión, desde el ángulo del protagonismo de aquellos a los que entrevistaba. Cada uno de sus silencios no era sino la oportunidad idónea para que aquellos respiraran el puro aire de la eternidad, del suspiro, de la paz transformada en confidencias anegadas de humor, dolor, risas, recuerdos y experiencias.

Quintero nunca quiso construir el traje de sus personajes, a los que siempre conseguía desnudar. Y ese fue, sin duda, uno de sus mejores triunfos y una de las mejores lecciones que pudo dejar en un mundo en el que, cada día más, se busca por encima del ser la apariencia. No hubo personaje que pasara por sus estudios que no se humanizara hasta el punto de mostrar sus debilidades y fortalezas, sus virtudes y defectos. La desnudez del entrevistado convertida en el arte de comunicar en directo, en el arte de entrevistar sin ningún otro fin que conocer al entrevistado y compartir con él o con ella su experiencia vital, su ejemplo de vida o sus errores y aciertos en ella.

Y hoy nos ha dejado el doctor Jesús Candel, Spiriman, un médico de Granada al que la temible y maldita enfermedad del cáncer ha vencido a sus tan sólo 46 años. Jesús representaba muchas cosas y posiblemente muy distintas para cada persona que lo conociera o hubiese escuchado sus declaraciones. Y esto es porque pertenecía a esa raza humana inquieta y constante pero también inconformista que nunca deja a nadie indiferente. Yo mismo critiqué en algún momento sus formas, su estilo insultante, visceral y absolutamente desmadrado en acusaciones y en descripciones que no dejaba a títere con cabeza a la hora de reivindicar o bien derechos o bien denunciar corruptelas o desatinos de lo público, de la salud, de lo que es de todos y todas.

Pero detrás de ese hombre, nadie podemos negarlo, hervía, como el agua en ebullición, el amor por los demás, la complicidad con una ciudadanía que sufre en demasiadas ocasiones la ausencia de una gestión adecuada de lo público que repercute en los servicios que recibe y casi siempre con consecuencias. Jesús Candel, además de médico, fue un héroe, una de esas pocas personas que encuentras en la vida que anteponen los intereses ajenos a los propios asumiendo causas que bien sabe le traerán problemas. Un héroe de los de carne y hueso, de los que lo mismo consiguen que se paralice la unión de los hospitales de Granada que terminan sucumbiendo ante el inevitable avance de un cáncer con metástasis, ante el que jamás se rindió.

Jesús Candel se sabía referente de muchas personas y hasta en sus peores momentos supo mostrar el optimismo más heroico para así enseñar la capacidad de superación recibiendo la mejor de las terapias que pudo conseguir en estos duros años, el amor y la cercanía de tantos ciudadanos agradecidos por su entrega. Una entrega de tal tamaño, de tal magnitud, que le impedía una adecuada compostura ante las injusticias, que sacaba de sí la visceralidad propia de aquél al que la indignación no le permite respetar a quién juega con la salud y el dinero que es de todos. Pocos médicos han podido demostrar tan alto nivel de vocación, yendo más allá de la práctica deontológica y exigiendo un cumplimiento político y social ético con la ciudadanía y su salud.

Quintero y Candel se han ido, su tiempo se ha acabado, pero el amor de ambos, medido en espacio y tiempo, siempre quedará con nosotros en sus ejemplos de vida y en unos corazones cuyo latir seguirá escuchándose, aún parados, en nuestras vidas para siempre, por lo que nos dejaron de ellos en su pasar por nuestro mundo. Qué lástima que tantas veces se repita que no nos acordemos de homenajear a los grandes hasta que se han ido. Y qué lástima tantas luchas absurdas y guerras estériles, tanto sufrimiento y tanto dolor, la mayoría de las veces por permitir que falsos profetas representen la voluntad de sus pueblos… ¿para qué?

Decía Cernuda, en uno de sus versos aquello de que “no es el amor quién muere, somos nosotros mismos”. Hay amores que, aún a pesar de despedirlos en esta vida, perduran eternamente. Esos son los verdaderos, nunca los despreciemos.

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