Justicia social

Hay veces que nos perdemos, nos entretenemos en múltiples y, en ocasiones, estúpidos e innecesarios matices que nos impiden ver la profundidad de los más hermosos valles o, como dice la famosa frase de consejo, “que los árboles no te impidan ver el bosque”. Nos mimetizamos con esos árboles, los que quizás más cerca hemos tenido en nuestra vida, sobre aquellos sobre los únicos que nos han hablado, o aquellos que siempre han acompañado a los nuestros, familia o amigos, para no admitir mayor realidad que lo que se dibuja escrito en sus cortezas. Y esto, sin darnos cuenta de que el propio árbol nunca escribió sobre sí mismo, sino que fueron otros, con sus realidades, limitaciones y visión relativa y particular, los que dejaron esa huella para la posteridad. Pero, claro, son nuestras huellas.

A veces me pregunto hasta qué punto deberíamos ser tan fieles a esas huellas como sensación de arroparnos en la herencia vital, pero también personal, ideológica o ideologizada, sesgada en muchos casos, de otros, para cerrar nuestras puertas a otra posible u otras posibles realidades que podrían modificar o matizar esa conciencia creada al calor de la historia de los que consideramos los nuestros. En esta vida no hay nadie más nuestro que uno mismo, a pesar de que es digno y honrado valorar la historia de nuestra familia, de nuestros amigos, de nuestro entorno. Lo que algunos llamarían clave social hereditaria o conciencia de clase a veces no supone sino un estorbo que condiciona nuestro razonamiento hasta tal punto que, os aseguro y estoy convencido de que la mayoría de vosotros lo habéis visto en muchas ocasiones, es capaz de volver a muchas personas ciegas, obsesivas, incapaces de un cuestionamiento que pudiera dilapidar es realidad forjada al amor de sentirse protegido por aquello que llegan a considerar inalterable e incuestionable.

Este hecho no es ninguna cuestión baladí. No en vano, son muchas las ocasiones en las que se cuestiona del ajeno su inclinación ideológica partiendo de las condiciones de la cuna sobre la que fue arropado. Observar a un hijo de obrero y hasta obrero mismo defender postulados de ideología de derechas resulta para muchos algo hasta casi obsceno, al igual que para otros puede resultar absolutamente degradante que una persona de la aristocracia, de buena posición económica o, incluso, con título nobiliario como se ha dado en este país, pueda defender las tesis de la izquierda.

Este cuestionamiento, que en mí no es nuevo, y sobre el que he pensado y meditado durante muchos años intentando encontrarle algún significado que pueda ayudar a entender mejor la vida, la sociedad y las respuestas que la misma da a cualquier significante, se resolvió en la mejor de las medidas cuando hice una serie de descubrimientos que seguramente puedan estar en el sentir colectivo de gran parte de la población pero que no afloran por ser tan políticamente correctos y por no ayudar, en el fondo, a la configuración de esta sociedad maniqueísta en la que parece que la mayoría necesita reforzar e interpretarse a uno u otro lado del arco ideológico.

Les haré una serie de reflexiones. A lo largo de los siglos la sociedad ha evolucionado desde, en la mayoría de los casos, gobiernos totalitarios y totalitaristas, tales son los casos de una Europa que es heredera sino de absolutismos monárquicos y de pruebas fallidas, a Dios gracias, de regímenes totalitarios; unos regímenes totalitarios sobre los que no estaría nada mal cuestionar, porque hay datos para ello, de si eran o surgieron, al menos, de corrientes de lo que hoy entendemos como una ideología de derechas o de izquierdas, independientemente de aquello en lo que se convirtieron. No quiero profundizar en ello porque entraría en arenas movedizas pero la falange española fue un movimiento nacionalsindicalista que, entre sus premisas se consideraba anticapitalista y antimarxista. Un fascismo por su concepto de implantación totalitarista en la que tanto empresarios como trabajadores estaban al servicio del Estado.

Con un nacionalismo exacerbado, y poniendo en el eje de su espíritu nacional a la religión católica, en términos de administración y filosofía de régimen en poco se diferenciaba en sus objetivos al totalitarismo de los regímenes comunistas que hemos conocido. La única gran diferencia es que en los regímenes comunistas se justificaba como una “dictadura del proletariado” y en el caso del fascismo la dictadura ella dirigida por unas élites acogidas a un sistema único que pretendía el control absoluto del país, de los medios de producción y de los movimientos empresariales y obreros. Para entendernos un poco mejor, una evolución del comunismo parecida a la que existe hoy en China en la que el Estado respeta al empresariado al que siempre controla y que siempre debe estar al servicio del propio sistema. Los empresarios, en ambos casos, deben ser de los suyos y el control lo llevaría el Estado.

Algo que resulta curioso en estos, como en la inmensidad de casos de intentos de regímenes a partir del siglo XIX, es que existe un fundamento que aglutina las intenciones y que se resume en la repetida expresión de “justicia social”. Aquí todos quieren justicia social, siempre, eso sí, imponiendo cuál, cómo y cuándo debe ser esa justicia social, y en qué medida y a quién o quiénes es aplicable o no. En los regímenes totalitarios, tales como los diferentes fascismos y comunismos extremos esta justicia social incluía, cómo no, el ajusticiamiento de los indeseables de los distintos Estados a través de la pena de muerte. Resulta paradójico que en España la pena de muerte estuviera abolida durante años y fuese en la II República en la que se volvió a implantar. Bueno, esto y la aprobación de la Ley de Vagos y Maleantes que después reformaría el Gobierno del dictador Franco incluyendo entre los indeseables del Estado, entre otros, a los homosexuales, que fueron perseguidos como también lo fueron en regímenes comunistas como el de Cuba, con cárcel, trabajos forzados, palizas, tratamientos de electro chok o ejecuciones. Pues vaya “justicia social” la de unos y la de otros…

Lo cierto es que, en la actualidad, en todos los partidos políticos, independientemente de su orígenes, siempre nos vamos a encontrar entre los objetivos ideológicos de unos y de otros las más bellas y románticas intenciones de acabar con la pobreza, matices sobre un nacionalismo más o menos moderado o justificado que pueda conectar con sus votantes, objetivos de crecimiento, interpretaciones de libertad cada cuál a su manera o una visión romántica y edulcorada de los mejores deseos para el país y para el futuro de sus ciudadanos… o de sus votantes. Entonces, ¿dónde encontramos las mayores diferencias? Pues, muy posiblemente, en la interpretación del camino para encontrar esa “justicia social” y en las raíces y soporte moral histórico e ideológico sobre las que se estructuran sus objetivos sociales y culturales.

¿A alguien se le ocurre algo distinto de que la política de fondo debería consistir en un debate en profundidad y en llegar a una serie de acuerdos mediante los cuáles se puedan conseguir esos objetivos de “justicia social”? Al menos, en aquellos puntos en los que todos estemos de acuerdo. Es decir, aquellos postulados que nos implican directamente como sociedad y que aparecen reflejados en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en la propia Constitución.

Miren, las reglas, al menos las económicas, de nuestra sociedad están marcadas por un sistema económico en el que nos hallamos inmersos y que tiene sus reglas impepinables en las relaciones comerciales a nivel internacional. La generación de riqueza es, hoy en día, prácticamente, una cuestión relacionada con la producción y con la exportación, con los balances comerciales. La distribución de la riqueza, que viene ligada históricamente al trabajo, al esfuerzo y a los resultados relacionados con la inversión y la rentabilidad es algo incuestionable. Sin embargo, si hay algo que nos priva de esa “justicia social” por encima de otros índices es el paro, la vulneración del derecho al empleo que impide que muchas familias no tengan recursos para vivir. Aún no entiendo cómo la lucha contra el paro no es un asunto prioritario bajo premisas de estímulo empresarial, de inversión y de apoyo a la producción. Entiendo perfectamente que es absolutamente necesario, y aplaudo, medidas como la de la renta básica como colchón para aquellos sectores desfavorecidos, pero no como una medida con un objetivo final, sino como parte de un proceso en el que esas personas deben acceder a su derecho a conseguir un empleo digno y pagado, siempre, con dignidad. Y aquí debo alabar el papel que los agentes sociales y los sindicatos realizan para garantizar que los trabajadores no sean privados de sus derechos.

Siempre os he comentado dos cosas que me afectan especialmente de la política actual. La primera, no me canso de decirla, esa obsesión electoralista y casi propia de influencers que exige más el aparentar que el ser de nuestra clase política y de los partidos políticos; la segunda, la manipulación ideológica que lleva a personas a defender postulados en los que posiblemente no cree o que, como exigencia del relato del partido que defiende su “árbol ideológico” dentro del bosque, asumen como parte de la doctrina de su vivir político.

Lo más triste es que la Historia termina por dar razones que duelen, molestan, pero que cuando se hacen realidad no tienen el buen gusto de aquello con lo que muchos sueñan y, en este caso, como insistí en muchas ocasiones, los extremos del arco ideológico suelen darse la mano al defender algunos postulados que pueden estar directamente relacionados, curiosamente, con la libertad que unos u otros dicen defender mientras demuestran justo lo contrario.

Tanto VOX como PODEMOS ejercen sobre los medios de comunicación un tipo de chantaje social que pasa por la inexcusable censura así como por el señalamiento a profesionales que no piensan como ellos (curiosamente, ambos han intentado gestionar su propio medio como soporte ideológico para mantener a sus fieles e impartir sus doctrinas, como fue el intento de 7NN o el actual canal RED de Pablo Iglesias, porque sus verdades son las únicas aceptables y no debatibles), ambos partidos tienen similares opiniones en cuestiones como la prostitución o la gestación subrogada (aunque bajo distintas justificaciones), los dos concuerdan en opinar y casi pretender exigir cuáles son los comportamientos que debemos tener en nuestra vida íntima y ambos tienen prácticamente el mismo concepto totalitarista de cómo se debe gobernar y de cómo imponer sus premisas políticas e ideológicas.

Si la política actual se ha convertido en un campo de batalla ideológico no es por otra cosa que porque el totalitarismo impositivo de estos partidos han llegado al escenario para interpretarnos la farsa política de que existe el blanco y el negro, el bueno y el malo y que la política es una especie de batalla celestial entre los seguidores del Dios bueno y los correligionarios del infierno. Si el fin, supuestamente el mismo, es la “justicia social”, creo que esa justicia debe comenzar por entender que la representación de los ciudadanos en las instituciones públicas no es lugar para anteponer el odio de unos contra otros ni de imponer por las armas del acoso, el insulto, las mentiras y la burla, sino que son lugares para el entendimiento, para el diálogo y para construir un país mucho más justo para toda su ciudadanía, en la que la imposición de criterios no lastime los derechos de nadie, ni la de aquellos que no tienen un techo, cuya responsabilidad es del Gobierno, ni de aquellos que tienen una propiedad que también está defendida como derecho por nuestra Constitución.

A mí el tiempo ha conseguido librarme de la visión obtusa de ningún árbol. Prefiero ver el bosque y tener esta visión más amplia me permite tener un cierto criterio que no se aferra a ninguna ideología, en las que no creo, ya que considero que son instrumentos usados por grupos para justificar su poder a través de la representatividad, y por ello soy un ser extremadamente crítico y libre, que no me debo a nadie y a nada. Y esto, a veces, tiene el precio que pasa por no recibir la gratitud ni la recompensa de fidelidad de nadie en lo político, algo que para un periodista puede suponer muchos problemas. Pero lo cierto es que, igual que creo en una democracia útil y sincera consigo misma, pienso que en España los partidos políticos, todos, necesitan una buena dosis de realidad electoral que los haga reaccionar y cuestionarse que así no podemos continuar, en esta absurda y estéril batalla. El problema es que, en los procesos electorales, siempre habrá quién gane y termine creyendo con ello que es el mejor y no el menos malo según los que fueron a depositar su voto a las urnas.

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