Hace unos días, Pedro Sánchez dio un nuevo paso que no hizo más que reafirmar lo que amplios sectores de la sociedad llevamos tiempo advirtiendo: España se encamina, de manera muy preocupante, hacia un modelo creciente de autoritarismo. En un discurso pronunciado ante el Comité Federal del PSOE y acompañado por representantes socialistas de todo el país, aseguró lo siguiente: “Avanzaremos con determinación en nuestra agenda, con o sin el apoyo de la oposición, con o sin la colaboración de un poder legislativo que debe ser más constructivo y menos restrictivo”.
Esta declaración merece ser escrutada con el máximo rigor, pues revela una profunda incomprensión -o quizás un desprecio consciente- hacia los fundamentos esenciales de la democracia. En cualquier sistema democrático consolidado, el poder legislativo no es un mero obstáculo a superar, sino la encarnación de la soberanía popular. Según el artículo 66 de nuestra Ley Suprema, la Constitución Española: «Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado». De este modo, cuando Sánchez sugiere gobernar sin su concurso, está proponiendo, en esencia, un gobierno desvinculado del control democrático, lo que en la historia política tiene un nombre más que evidente.
El líder socialista parece estar buscando un poder legislativo subordinado, complaciente, dispuesto a seguir sin reservas sus dictados, sin establecer los contrapesos y las limitaciones que son propios de una democracia madura. De lo contrario, insinúa que prescindirá de este poder, como han hecho en su momento figuras autoritarias como Nicolás Maduro en Venezuela u otros regímenes a lo largo de la historia, muchos de los cuales tenían un claro denominador común: cercanos a la tradición socialista. De hecho, la creciente colocación de exministros y figuras afines al PSOE en diferentes organismos e instituciones públicas, que por salud democrática debieran ser independientes, refleja esa centralización del poder que Sánchez parece pretender.
Lo paradójico de la situación en España es que, a pesar de las intenciones manifiestas del presidente del Gobierno, su partido no cuenta con la mayoría en las cámaras legislativas y, por ende, carece del respaldo mayoritario de la sociedad. En el Congreso de los Diputados, es el Partido Popular quien obtuvo el mayor número de escaños: 137 diputados de 350, mientras que, en el Senado, los de Alberto Núñez Feijóo lograron mayoría absoluta con 120 senadores de los 208 asientos.
Sin embargo, vemos cómo diariamente se empeñan en vendernos la legitimidad de este Gobierno, trasladándonos que está sustentado por una amplia mayoría “progresista”, una mayoría formada por grupos políticos tan “progresistas” como lo han sido siempre Junts o el PNV. Una mayoría tan amplia que provoca que el Gobierno no sea capaz de sacar adelante ni una votación, ni tan siquiera los Presupuestos Generales del Estado. Una mayoría que provoca rechazo en todos los sectores de la sociedad, en todos, sin excepción. Una mayoría cuya máxima preocupación es única y exclusivamente mantenerse una semana más en el Palacio de La Moncloa.
Aunque bien es cierto que ya no sorprenden a nadie. Las palabras de Sánchez reflejan una inclinación autoritaria que ha marcado, en diversas etapas históricas, a su partido. Desde sus inicios, el PSOE ha mostrado un desprecio similar por las instituciones democráticas. En 1934, bajo el liderazgo de Largo Caballero, los socialistas encabezaron lo que muchos expertos en historia señalan como un claro golpe de Estado contra la II República. Más tarde, en febrero de 1936, participaron en el “pucherazo” electoral que robó las elecciones de manera flagrante a la derecha y que sirvió para dar paso al periodo más triste de la historia de España. Y es que la verdadera legitimidad de un gobierno radica en su capacidad de dialogar y de llegar a consensos, no en su deseo de gobernar sin frenos.
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